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http://ntcblog.blogspot.com , ntcgra@gmail.com . Cali, Colombia
VIENE y COMPLEMENTO DE:
ÁLVARO MUTIS ,
http://ntc-narrativa.blogspot.com/2013_08_25_archive.html
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De: ARMANDO
ROMERO
Fecha: 22 de septiembre de 2013
Asunto: MI
AMIGO EL POETA ÁLVARO MUTIS
Para: NTC ... , ntcgra@gmail.com
Mi querido Gabriel,
uno se acostumbra a la eternidad y después resulta que
era el espejo equivocado en el que nos veíamos. Así yo andaba siempre por este
mundo con la presencia de Álvaro, con su voz, con su aliento espiritual. El
mundo es diferente ahora sin Álvaro,
pero también el mismo ya que Maqroll seguirá su camino, parpadeando frente a la
miseria y gloria de la realidad. Hay dolor en mi casa hoy, esa es la verdad pura.
Hace unos pocos días hablé con él, para su cumpleaños, y quedamos en vernos siempre en ese sitio donde la poesía es tierra para la amistad.
Hace unos pocos días hablé con él, para su cumpleaños, y quedamos en vernos siempre en ese sitio donde la poesía es tierra para la amistad.
Hace unos pocos meses un escritor colombiano radicado en Puebla me pidió un texto para un libro-homenaje a Álvaro, el cual se suponía saldría para su cumpleaños. Pero no salió, al parecer. Me tomo entonces la libertad de compartirlo contigo
y con Guillermo Camacho (de AuroraBoreal) para ver si se puede difundir por su revista y por NTC … .
Te dejo a tí y a María Isabel mi gran abrazo, hermano
siempre,
Armando
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MI AMIGO EL POETA ÁLVARO MUTIS
La primera impresión fue de piedra negra sobre cielo gris, y
desde entonces se acabaron los colores. Era la ciudad de México en 1971, en
1972, y así sería siempre. Es una lástima porque las ardillas relucen sus
extraños colores en Chapultepec, y el chile esplende rojo contra los tacos de
lengua y ojos. Pero para mí ya no habría otros colores, además de esa sensación
de salir corriendo, de escapar, de ver el azul del mar y olvidarse de estas montañas
de erotismo volcánico. Mi hotel era el Montecarlo, en la calle Uruguay, sitio
de encuentro con el espíritu de D. H. Lawrence y sus mañanas en México. El
hotel hervía de escritores jóvenes como yo, de pintores alucinados por el yagé
y las pirámides, de beatniks atolondrados entre el mezcal y la marihuana, de
ángeles subterráneos empantanados de sexo y poesía.
Una de esas mañanas, en la librería de Cristal, me encuentro
con la noticia, en La Gaceta del FCE, que el poeta Álvaro Mutis y su esposa, junto
con los esposos García Márquez, acababan de regresar de un viaje por la Grecia
Magna. Uno de mis sueños de viajero era poder acercarme un día a este poeta y
decirle que desde el día que descubrí en la librería Bonar de Cali sus
“Elementos del desastre”, allá por 1961, sus poemas habían estado ligados a mi
hacer con las palabras como si fueran su alimento terrestre. Pero ahora lo veía
imposible. ¿Cómo saltar ese foso que se abría entre el poeta que es noticia por
haber estado en el Egeo, y yo que a duras penas hacía legible mi nombre en la
ficha del hotel?
Y así seguí rodando por esas viejas y olorosas calles del DF
hasta que un día una poeta mexicana, un tanto mayor que yo y más sabia, me
preguntó en la calle Tacuba si iba a visitar al poeta Mutis, como hacían todos
los colombianos que pasaban por México. Le dije que no, y le expliqué mis
razones. Se sonrió y me dijo, “Si algún día lo conoces sabrás entonces que lo
que ahora piensas es una tontería”. Era una de esas mujeres que ven más allá de
la camisa. Pero decidí esperar y continuó el rebullicio de la poesía callejera,
de la “pancita exquisita” a las dos de la mañana, de los carros de basura
tratando de poner orden al amanecer. Sin embargo ella insistió y una noche en
el café me dejó un papel con el teléfono del poeta. “Estará contento de
conocerte”, dijo enigmáticamente.
Bien sabemos que todo ser, todo hecho en el suceder de
nuestras vidas nos modifica, cambia, y transforma en uno los múltiples hilos
que nos conducen a ese todo final que es nada. Es el camino, nos decimos, sin
reparar en sus meandros. Pero hay un momento, un ser, que hace tangible ese
cambio, que le pone alas a nuestro vuelo, que construye pies a nuestro andar.
Era esto lo que se me venía encima cuando marqué ese teléfono y una voz femenina
dijo “Twentieth Century Fox, a la orden”. Instantes después fue la voz cálida
del poeta que precisó mis balbuceos: “Véngase pasado mañana, a las 11, y aquí
nos vemos, poeta”.
Una hermosa secretaria, una oficina elegante, varios
empleados entre papeles, y una puerta cerrada. “El señor Mutis dice que lo
espere un momento, está en una reunión telefónica con Los Ángeles”. Diez
minutos después, la misma secretaria con un café en la mano, y el señor Mutis
ya no tarda. Luego de media hora, y finalizar los fragmentos de “Los cuentos de
Genji”, que acababa de publicar la revista Plural, en traducción de Kasuya
Sakai, decidí irme. La secretaria me miró horrorizada: “No, no me puede hacer
eso. El señor Mutis me mata si lo dejo ir. ¿Quiere otro café?”.
Era una secretaria muy hermosa, recuerdo, y sólo por verla
valía la pena esperar. Pero pronto se acercó de nuevo: “El señor Mutis dice que
pase”.
Era una oficina elegante, de amplios espacios, con cuadros
en las paredes de las gestas napoleónicas. Un escritorio grande y detrás un ser
alto, radiante en su generosa sonrisa, sentado de lado con los pies hacia su
derecha. Me senté en una cómoda silla de cuero y se me entró el silencio, para
decirlo como Rulfo. Entonces se hizo presente eso que tiene que ver con la
consternación. No había nada en mi cabeza, excepto esas recriminaciones de “qué
estoy haciendo aquí, qué digo, me gusta mucho su poesía, definitivamente soy un
imbécil”. El poeta me miraba fijamente, sin bajar la sonrisa pero también sin
decir palabra. Nos mirábamos y yo desaparecía en el asiento. No sé si a esos
huecos en la tierra se los llama minutos o segundos, pero allí estaban. Había
que saltar el foso y yo estaba paralizado. Recogió los pies, se puso una mano
sobre el mentón, me miró profundamente, y de pronto, golpeó con fuerza el
escritorio y dijo con su voz fuerte y entrañable que será la de siempre:
“Carajo, poeta, lo mismo me pasó a mí cuando conocí al poeta Pablo Antonio
Cuadra. Yo sé lo que está pensando, qué estoy haciendo aquí, qué digo, mejor me
voy que se me hizo tarde. Ah, qué bueno es eso. ¿Desde cuándo anda por México?”
Se rió con gusto cuando le conté por qué
no lo había buscado antes, y me habló de Grecia, de Creta, del Egeo. Y fue en
ese momento que comenzó todo.
Debo seguir con mis símiles de castillos medievales, porque
al saltar el foso México se abrió en dos para mí: en uno presidía la presencia
de Álvaro, en el otro se multiplicaban todos los días esos poetas andariegos
que desde toda América convergían en esa ciudad, así como los poetas y artistas
residentes. Y eran en verdad dos polos casi opuestos en ese entonces: muchos de
mis amigos, poetas jóvenes, veían en Mutis al reaccionario, al señor burgués,
ya que seguían las recetas de una nivelación con acento cubano, atornillados a
una ideología autoritaria, rígida, carcelaria, y por el otro el poeta Mutis,
quien conocía de la vida lo más alto y lo más bajo, radiaba libertad. No era
necesario para mí tomar partido, lo importante era vivir, estar fuera de los
convencionalismos políticos, gozar de la imaginación, de la poesía, sin temor a
los espantos de la izquierda o la derecha.
Desde ese día comencé a frecuentar a Álvaro una o dos veces
por semana. Charlábamos extensamente en su oficina, o esperaba pacientemente
que él terminara su trabajo luego del mediodía para ir a buscar en su carro a
su hija Francine al colegio, o para caminar por las calles de México visitando
librerías, Zaplana, Gandhi, El Sótano, persiguiendo ediciones de literatura
japonesa, china. En esos diálogos, en ese transitar por la atestada ciudad,
empecé a darme cuenta de que la poesía de Álvaro era la transubstanciación de
una verdad sembrada en su persona, de que todas sus palabras estaban marcadas
con su ser de todos los días. La espontaneidad de su risa era el reflejo más
claro de su transparencia vital, la cual se emparentaba con ese “corazón al
desnudo” que nos viene de Baudelaire.
Hay muchas versiones de cómo fue detenido Álvaro por la
Interpol en la ciudad de México, en 1959. Una de éstas me la contó el mismo Álvaro
mientras caminábamos por el centro de la ciudad, cerca de la calle García
Lorca. Muy teatralmente Álvaro me indicó pararme en la esquina de una de esas
calles, y él vino luego por detrás y me tocó suavemente en el hombro: “¿Es
usted el señor Álvaro Mutis?”, me preguntó con voz suave. “Así fue, mi querido
poeta, ya al sólo tocarme la espalda, sin la pregunta siquiera, yo sabía que
eran ellos, que mi vida tenía que enfrentar lo que había pasado antes.” Mucho
hablamos de Lecumberri, la cárcel donde pasaría 15 meses en un viaje al fin de
la noche, para decirlo recordando a Celine.
Por esos días yo publiqué en el suplemento literario del
diario El Nacional, que dirigía el poeta español Juan Rejano, una breve
antología de la poesía nadaísta. Álvaro la leyó y me dijo, con cierto asombro e
interés, “Esta poesía es muy buena, yo tenía una impresión muy negativa del
nadaísmo”. Le pregunté por qué y me contestó que García Márquez le había
hablado mal de Gonzalo Arango y de los nadaístas, y que cuando éstos le dieron
a él, Mutis, el premio “Cassius Clay” de
poesía lo consideró como algo negativo. Le dejé algunos libros de los nadaístas
y al devolvérmelos luego me dijo que le gustaba mucho todo lo que había leído,
y mencionó especialmente a Jaime Jaramillo Escobar. Nuestras charlas iban de
Cernuda a mis viajes por el Pacífico colombiano, de las calles de Chicago a los
libros de Mark Twain, que yo leía con entusiasmo. Compartíamos el mismo amor
por Cendrars, Max Jacob, Supervielle, Gangotena, César Moro. Poco hablábamos de
literatura latinoamericana, de política, menos de Octavio Paz, algo de Neruda,
alguna que otra anécdota de García Márquez. Mucho añoraba los días de Bogotá,
sus amigos, la presencia de León de Greiff. Pero como algunos de los que hemos
vivido en el exilio por bastante tiempo, sentía mucho dolor por esa forma de
olvido en que nos sumen nuestros compatriotas, por la falta de solidaridad que
viene de ellos. Esto cambiaría para él luego de los años, pero en aquel
entonces todavía estaba presente.
Un día me llevó a conocer a Jomí García Ascot, el poeta
español. Fue un momento para nunca olvidar. De pronto yo estaba allí, con un
buen vaso de escocés en la mano, y la inmensa amabilidad de este poeta y su
esposa. Si algo vencía mi timidez, era que en ningún momento sentía que estaba
fuera de lugar. Era como si también hubiera existido un sitio para mi desde
siempre entre ellos. Y he allí algo que venía con la presencia de Álvaro, con
su inmensa y perenne juventud que nos hace compartir su amistad como si fuéramos
compañeros de viaje. Recuerdo que el poeta García Ascot se puso feliz al saber
que el jazz para mí tenía su punto más alto en Charlie Parker. Así él lo
pensaba también. “Bird” todavía sigue en mis oídos como aquella noche.
La generosidad de Álvaro con mi obra literaria es algo que
me ha abrumado siempre. Desde que leyó mis poemas de “El poeta de vidrio”, mis
cuentos de “El demonio y su mano” trató de hacerlos publicar en México.
Lastimosamente la editorial de Monterrey que iba a publicar mis poemas tuvo
problemas y no lo hizo, y Joaquín Mortiz, no quiso publicar mis cuentos porque
no era seguro de que me quedara en México para su difusión. Yo siempre estaba
con la maleta en la puerta. Sin embargo, Álvaro pronto llevó uno de mis
cuentos, “Cables”, a Bogotá y consiguió que Ernesto Volkening lo publicara en
la Revista Eco. Abría así Álvaro para mí una puerta en el mundo literario
colombiano. Años más tarde ofreció prologar mi libro de poemas, que se
publicaría en Caracas en 1979. En mi hacer y vivir literario su ángel tutelar
siempre me ha acompañado.
A pesar de sus
ofrecimientos de que me quedara en México, que también venían de Jomí García
Ascot y de otros amigos poetas mexicanos, decidí un día volver al trópico. No
me podía ver viviendo en esa planicie sobre lagunas y calzadas. También me
desalentaban sus palabras cuando me decía que nunca comprendería a los
mexicanos, era más fácil entenderse con los chinos. Para él, que habláramos
español era el principal obstáculo.
Y entonces fue Caracas el lugar de nuestros encuentros.
Álvaro pasaba frecuentemente por esta ciudad, en un trajinar continuo por
América Latina que le permitía ver amigos queridos, pero que también lo
deprimía dado que tenía que arreglárselas, como gerente de ventas de su
compañía, con personajes no muchas veces encantadores, y a veces hacer
antesalas y entrevistar a seres siniestros, como el general Noriega de Panamá,
quien controlaba las cadenas de televisión de su país. Sin embargo, lograba
escribir mucho en los aeropuertos, y eso lo animaba.
A Álvaro se lo podrá tildar de monárquico, lo cual él acepta
encantado, de reaccionario, lo es también, de conservador, por supuesto, de
católico, podría ser, pero de lo que nadie lo puede acusar es de no haber
querido siempre a sus amigos, de no haber hecho por ellos todo lo posible e
imposible. El ir a la cárcel es prueba fehaciente de su ser generoso, fraternal.
Así, en Caracas conseguía ver a viejos amigos, hacer amistad con poetas que
admiraba. Yo lo acompañaba feliz a estos encuentros y reencuentros.
Juan Sánchez Peláez era uno de ellos. Siempre reían
imaginando que si se hubieran puesto de acuerdo, dado que el primer libro de
Juan se titulaba “Elena y los elementos”, deberían haber publicado un sólo
libro titulado “Elena y los elementos del desastre”. Ambos eran precisos en el
análisis crítico de la obra del otro, en su mutua admiración. Juan señalaba el
poder de la palabra en Mutis, su capacidad para hacernos ver casi desde lo
cotidiano, lo circunstancial, los pasos profundos de ser, de vivir. “Nadie más
cercano a esto que somos todos los días”, repetía. Álvaro encontraba en Juan la
fuerza que le permitía darse todo entero en el poema: “Cada vez que leemos su
poesía vemos que lo ha dejado todo allí,
nada resta en la persona que es nuestro amigo. Juan es su poesía, de
allí su misterio”.
A pesar de sus diferencias ideológicas, Álvaro tenía gran
afecto y amistad con Marta Traba, quien por ese entonces de mediados de los 70
vivía en Caracas, junto con su esposo el crítico Ángel Rama. Eran encuentros de
muchas reminiscencias de los días en Bogotá, especialmente, de los amigos
compartidos. Mi trabajo en la Galería de Arte Nacional me permitía ver de vez
en cuando a Marta, y siempre hablábamos de Álvaro. A ella se le iluminaban los ojos al recordarlo.
No así a Ángel Rama, con quien tuve algunos tropiezos al hablar de la obra de
Mutis. Rama no alcanzaba a sumergirse tan profundamente como para poder ver los
alcances de sus poemas, de sus obras en prosa. Un día, en Maracaibo, tuve una
discusión bastante fuerte con Rama sobre esto. Tiempo perdido. Creo que a este
crítico lo obstaculizaban dos cosas en su lectura de Mutis: una era la
nebulosidad que crean las ideologías cuando de ver más allá de sus límites se
trata; la otra su insensibilidad en la escritura. Nadie que escriba tan mal
como Rama puede tener los sentidos abiertos lo suficiente para poder captar a
un poeta como Mutis. Tal vez esto último esté cargado de cierta rabia, pero lo
creo verdadero.
Debo confesar que gracias a Álvaro, a una de sus escalas en Caracas, sucedieron las cosas que
vendrían a cambiar radicalmente mi vida, a poner mis pies en lo profundo del
mar Egeo. Pero esta es una historia larga, que merece todo un capítulo aparte,
y que ya narraré a su debido tiempo.
Pasados los años mi vida desembocó en los Estados Unidos. Ya
no fueron tan fáciles nuestros encuentros. En 1987 logré invitar a Álvaro a
Cincinnati. Fueron tres días memorables los que compartimos, mi esposa
Constantina, mi hijo Alfonso y yo, con él.
Por ese entonces yo había escrito un trabajo largo sobre la
literatura y el arte en Colombia, y esto señalaba: “Mutis es el reaccionario
que al voltear la cabeza ante el devenir no cae en el éxtasis de lo religioso,
como Solyenitzin. Tal vez como Quevedo, escéptico, sabe que en el futuro no hay
sino descomposición y polvo. Y por eso su paisaje es amargo aunque no triste ni
monótono: una fuerza natural lo hace estallar en las luces de una gloriosa
derrota. Mutis no propone nada, no protesta, no alienta el cambio. Y si hoy lo
vemos como un renovador de la poesía colombiana, como una de las más altas
voces de América, es por esa calidad intrínseca al arte que no respeta las
buenas intenciones de progreso sino la verdad de la palabra.”
Y de allí fue México el sitio de los esporádicos encuentros,
su hermosa casa en la calle Hidalgo, junto a la sonrisa de Carmen, a sus
cuadros bizantinos, a la vegetación del trópico siempre presente. Recuerdo que
al despedirnos la última vez me recordó ese sitio del cual yo le había hablado,
el archipiélago Fourni, frente a la isla de Ikaría, sitio de piratas
berberiscos en la antigüedad, de refugiados huyendo de la espada feroz del
otomano, de viajeros exilados. “Ese es nuestro sitio”, me repitió, “y allí
tenemos que ir, no podemos faltar a ese encuentro”.
( 1 ): http://ntcpoesia.blogspot.com/2012_02_14_archive.html
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Álvaro
Mutis escribió: «Esta poesía de Armando Romero no tiene antecedente en ninguna
escuela o grupo conocidos. Yo no le encuentro esas raíces, esos rastros que
denuncian presencias ajenas, visiones retomadas, condición por cierto nada
peyorativa siempre que esas presencias y esas visiones sean grandes y
valederas. Yo encuentro en la poesía de Romero un acercarse, un palpar y
narrar, luego, un mundo que le es esencial y sólo compartible a través de la
delgada rendija de sus poemas. Qué envidiable y qué terrible condición es ésta.
No creo que esta poesía goce —o padezca, según se mire— lo que suele llamarse
una gran difusión, una cierta popularidad. Son poemas escritos sólo para
poetas, son como agua que una noria febril devolviera a su cauce primitivo».
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Un día entre las cruces - Armando Romero, Alvaro Mutis - Google ...
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