miércoles, 23 de mayo de 2012

Oscar Hahn. Premio de Poesía ALTAZOR. XII VERSIÓN AÑO 2012. LA POESÍA DE ÓSCAR HAHN. Por Juan Manuel Roca

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* Se actualiza periódicamente. Mayo 23,  2012

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Oscar Hahn 
Premio de Poesía ALTAZOR. 
XII VERSIÓN AÑO 2012
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La Primera Oscuridad. 
Fondo de Cultura Económica

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LA POESÍA DE ÓSCAR HAHN
Por Juan Manuel Roca
Especial para NTC ... . Agradecemos al autor. 
Empezamos por enunciar las primeras lecturas de poesía que Óscar Hahn hizo en su adolescencia, en una biblioteca provinciana de la ciudad de Rancagua, no tanto por rastrear los que pudieran ser sus hombres de cromagnon en su evolución lírica, como por entender un poco las cabeceras de donde viene su voz.
En un texto suyo titulado “El arco iris de la poesía”, inserto en el libro colectivo “Poesía Hispánica Contemporánea” y recogido por Andrés Sánchez Robayna y Jordi Doce, el poeta cuenta que eligió en un anaquel de esa precaria biblioteca un volumen que incluía “Danza de la muerte”, un libro de autor anónimo castellano escrito en la Edad Media.
Ese es un libro que parece decir que no hay nada más democrático que la muerte, que la intrusa que se lleva con su hoz  en forma de interrogación a reyes y mendigos, ya se sabe.
La “Danza de la muerte” es un compendio de poemas líricos y ascéticos, satíricos y filosóficos, que registran una preocupación por el morir en una época pestífera y misteriosa, carnavalesca y burlona como la registrada en los grabados de Holbein y de Merian.
A esta lectura adolescente  de Hahn se sumaron después las de San Juan de la Cruz y Quevedo, entre otros poetas castellanos.
Si nos centráramos en ese trípode de las influencias reconocidas por Hahn, amén de la literatura fantástica, del jazz y el rock y la pintura, podríamos colegir que el poeta sabe bien que en poesía eclecticismo es belleza.
De la “Danza de la muerte” sin duda que encontraremos un acento, muy lejos de un carácter mimético a través de una vuelta de tuerca moderna. Las reflexiones sobre el tiempo fugaz del hombre en la tierra, vistas de una manera desacralizada y, por supuesto, lejana de cualquier actitud programática, están envueltas en una eficaz ironía. Algo que si bien no fue inventado por el perdulario Francisco de Quevedo, si le debe mucho la poesía en nuestra lengua, de la que es usufructuario el poeta chileno.
En los muchos registros de la poesía de Óscar Hahn siempre encontramos un humor que la atraviesa en una suerte de apocalipsis de bolsillo, de fin de mundo cotidiano. Para quitarle solemnidad a la tragedia se permite la paráfrasis, el pastiche, el collage de géneros, la parodia, el giro popular, la transfusión de voces y una permanente interlocución con sus fantasmas familiares.
Como todo poeta tiene algo de espiritista, en sus versos invoca a San Juan de la Cruz  y a Miles Davis, a Rimbaud y Heráclito. Intercambia con el primero noches oscuras, con el segundo trompetas de arcángeles, con el tercero un tiempo de asesinos y con el viejo filósofo el mapa de un río en  el que la soledad entra dos veces.
Lo hace en un lenguaje sencillo, como recordando el aserto de Henry David Thoreau cuando afirma que “la sencillez es exuberante”, en oposición al estilo ampuloso.
Un poeta puro, me parece, puede ser un ghostwriter del demonio simulando su angelidad, y a veces su lirismo decantado, pero casi siempre nos asalta la duda acerca de su carácter genuino.
Es de agradecer las impurezas de los poemas de Hahn, que como en los casos de sus compatriotas Jorge Teillier o Gonzalo Rojas, parecen hablarnos desde el purgatorio callejero, desde la vida mísera y milagrosa de todos los días.
La poesía de Hahn tiene mucho de argumental. Parece tener en cuenta que   la poesía es también una obra de ficción. Como ocurre en uno de los abundantes poemas de Ray Bradbury, el poeta podría decirnos que “en una época abundaban los años y escaseaban los funerales”, pero ahora el tiempo ha invertido los términos. De ahí su visión de un tiempo en barrena, del escenario cotidiano como una despedida, de la caída del hombre en el foso oscuro de sí mismo, de la decadencia del mundo en Occidente.
Así nos lo hace saber en poemas tan estremecidos como “Retrato de familia iraquí”: “El padre de turbante/ y denso bigote negro/ con los brazos cruzados,/ A la izquierda su esposa/ con abaya bordada/ y velo blanco./ Ahmad y Zainab/ los dos hijos pequeños/ tomados de la mano./ Los abuelos sentados/ en un sillón de mimbre/. Todos ellos sonriendo/ desde una foto a medio chamuscar/ hallada entre los escombros/ de su casa/ después del bombardeo”.
Más que el retrato familiar, creo, es el retrato hablado de unos tiempos de infamia, una manera contendida y quizá por ello más violenta de ejercer como cronista de guerra.
El tema de la guerra, del maridaje entre el heroísmo y el olvido puede volver a encontrarse en su poema “En la tumba del soldado desconocido”. Pero quizá donde Hahn logra acentos más agudos e irónicos, lejos de la poesía auto-referencial, aunque sin duda nacidos de una meditación sobre la propia existencia, sea en el poema “Sastrería”, donde partiendo de un hecho en apariencia cotidiano se pregunta y nos pregunta sobre la muerte, sobre cómo por nuestra vistosa carnosidad  no estamos más distantes de la osamenta.
Este es el poema que entremezcla la sastrería y el tanatorio: “Me he probado la muerte como un traje/ que por ahora me queda grande/ Y tengo mucho miedo/ de que mi cuerpo empiece a crecer/ hasta alcanzar el tamaño de mi muerte/ y que de pronto la ropa me quede bien:/ los zapatos holgados/ la camisa impecable/ el traje a la medida”.
En el tema de la muerte, que no es privativamente el único de sus temas ni de sus registros, también se mezcla el de la ausencia de la madre, en un poema de añoranza de quien aún siente un miedo del que solo podría ser un paliativo o un blindaje la presencia de la madre ya muerta, otra vez los pases espiritistas o animistas de la poesía.
Pero, ¡atención!, parece decirnos el poeta, no sólo la muerte tiene el viejo sesgo medieval de “la danza de la muerte”. No es únicamente la visita indeseada de figura ósea, ni tiene su presencia tintes dramáticos: “la muerte también puede ser/ una mesa en un bar dos martinis secos/ y un par de labios rojos/ pronunciando palabras/ que caen como guillotinas”, dice un fragmento de su poema “Pena de muerte”.
Sin duda que la poesía de Óscar Hahn deja muchas resonancias tras su lectura. Hace pesquisas en una suerte de fantasmario real, lleva a un plano estético los hechos más cotidianos de la vida corriente, establece un litigio de ideas en un orden filosófico de claro encadenamiento, logra una cruza febril entre el cantar y el contar, dibuja y desdibuja, se dice y se contradice para crear paradojas y ver de tal manera el reverso de las cosas.
Una poética, en fin, que se asume como una forma del pensar y que atiende desde lo circunstancial hasta lo metafísico.
“Todas las torres de marfil serán demolidas, todas las palabras serán sagradas y, habiendo por fin trastrocado la realidad, el hombre no tendrá más que cerrar los ojos para que se abran las puertas de lo maravilloso”, afirmaba Paul Eluard en “El poeta y su sombra”.
Todo esto enunciado por el notable poeta de la libertad, me resulta rastreable en Óscar Hahn: entra a saco contra las torres de marfil, respeta sin dogma las palabras todas, incluidas las dialectales, trastrueca lo real a sabiendas de que todo y nada lo es, ha cerrado los ojos a cada tanto entre el sueño y el poema, que es un sueño convocado, para darnos con amorosa burla un retablo de las maravillas y miserias del mundo.
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