martes, 27 de agosto de 2013

Lorca en su agujero (o La vergüenza de España). Por Jotamario Arbeláez . Versión para NTC ... (Agosto 27, 2013)

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VIENE Y COMPLEMENTO DE: 

24 de agosto de 2013

Lorca en su agujero
(o La vergüenza de España)

Por Jotamario Arbeláez

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¡Si muero, dejad el balcón abierto![i]

Con ocasión del reciente aniversario 77 del fusilamiento del poeta granadino por parte de la Guardia Civil Española, el escritor nadaísta nos presenta, con base en una referencia anecdótica y una investigación detallada, su interpretación sobre el significado del crimen.

En 1964 cayó en mis manos uno de los pocos libros de mi biblioteca que no he comprado: las obras completas de Federico García Lorca, empastadas por Aguilar. Delicada edición en papel cebolla (1.864 páginas) y carátula de cuero flexible, en la que por más que uno pasaba las páginas no avanzaba.


Jaime Jaramilo Escobar, X-504

Se la presté al caviloso poeta Jaime Jaramillo Escobar, quien por entonces firmaba como X-504, y si algo llegó a conmoverlo tanto como La muerte en Venecia de Mann, fueron las Impresiones y paisajes de Federico.
Leyó el tomo de una sentada de varias semanas y, después de revisar la meticulosa cronología del andaluz, anotó con lápiz en la última página:

“Todo este libro y no dicen lo que debieran haber dicho de la muerte de Federico. Sólo dicen: ‘Agosto: Muere’. En este silencio sobre la muerte de Federico está toda la vergüenza de España”. 


Facsímil de la nota escrita en 1960 por el poeta Jaime Jaramillo Escobar en el tomo de Lorca.


Mi edición está fechada: Madrid. 1960. Tiempos en que ninguna editorial podía ni quería pronunciarse en contra del régimen. No he cotejado con ediciones posteriores a la muerte del Caudillo, para ver si son más explícitas.
En Aguilar, donde muchos años después habría de publicar mis Antimemorias, me desempeñaba como vendedor ambulante para seguir los pasos de Gabo, y la tarde del eclipse cuando me liquidaron, el libro se me quedó pegado del maletín.
Pensé devolverme a devolverlo, pero el espíritu de Lorca tuvo el poder de disuadirme. Algún día se me ocurriría decir algo acerca de su asesinato al pie de la que sería su tumba compartida; para más señas, fosa común con tres comunistas, como terminaría descubriéndolo.
Después de leerlo, de reservar para mis proyectos futuros recursos de Poeta en Nueva York y de detenerme asombrado en su teatro, a la vez clásico y vanguardista, pero sobre todo en El público, que era la obra más surrealista que había topado, me pasaba horas enteras contemplando desde un rincón del Municipal los ensayos de La casa de Bernarda Alba, cuyo tremendo papel hacía Fanny Mikey. La tiranía de Bernarda con sus hijas prefiguraba lo que sería el régimen de Franco con los españoles por tantos años.
Por mis revoltosos años 60, de su crimen no hablaba nadie, ni los marxistas a quienes no les interesaba la comprobada sodomía del poeta[ii], ni los mariconchis a quienes no les interesaba la presunta aproximación al marxismo de su adalid.
El hecho comprobado –e impune, para mayor vergüenza de España– es que Federico fue mandado asesinar por el esbirro Ramón Ruiz Alonso, después de sacarlo a rastras de la casa del poeta falangista Luis Rosales, donde éste le había ofrecido refugio[iii].   
Pésimas lenguas iberas aseguran que Rosales le gritaba a la guardia civil caminera cuando llegó a allanarlo que Federico no se encontraba escondido en su casa, mientras estiraba la trompa señalando debajo de la cama donde el cantor de Granada se orinaba en los pantalones.[iv] 

Guardia Civil Española con un detenido.

Lo condujeron a la sede del Gobierno Civil al compás de sus bayonetas, lo trasladaron al pueblo de Visnar, lo vendaron, lo ubicaron de espaldas ante una fosa en la cual cayó de culos luego de la ráfaga del pelotón de fusilamiento.
No se sabe cuántos disparos recibió. Los merecía todos. Su verdugo Ruiz Alonso lo acusaba de ser “socialista y agente de Moscú”.
Quien conducía el automóvil, Juan Luis Trescastro, se jactó de haber tomado parte en la ejecución, en un sitio conocido como ‘La pajarera’, donde lo escuchó el concejal Ángel Saldaña:
“Venimos de matar a Federico García Lorca. Yo le metí un tiro en el culo, por maricón” (García Lorca, asesinado: Toda la verdad. José Luis Vila-San-Juan.)
Lo acusaban también de dar informes radiofónicos a Moscú acerca de cómo iba el conflicto civil en España. O sea que lo pasarían por las armas a la vez por rojo y por sonrosado.
Ejecutaron enseguida a los banderilleros Francisco Galadí y Joaquín Arcollas, y al maestro Giósciro Galindo, todos atados con las manos a la espalda, por rojos.
Desde entonces reposan en los barrancos de Visnar, donde hay por lo menos un millar de restos de ejecutados en Granada durante la contienda civil.
El sitio se ha constituido en un piadoso parque en memoria de los caídos. Pero los caídos ahora –bien caídos– son sus verdugos. 

Si España tiene una cola qué mostrar, ostensible, así sea expresada como documento de papel en más de 1.800 páginas o de mármol a cambio de La Cibeles, es la de Federico, más de varón varonil que las huevas de los otros poetas en estampía.
Los familiares de los victimados horrendos se habían abstenido de solicitar su exhumación y buscar para ellos tumbas más dignas que un cementerio colectivo.
Pero llegó el momento en que los parientes de los banderilleros y del maestro se decidieron a impetrarla al juez Baltasar Garzón, después de que éste estuvo en Colombia, participando de una de estas patéticas ceremonias de desenterramientos masivos de las víctimas de  asesinos paramilitares.
De paso, saltarían los restos del poeta granadino, de quien sus familiares no han estado de acuerdo en que se remuevan. Por algo será, pues también afirma el historiador Gibson que tienen un vergonzoso “guardado” respecto de la muerte de Federico.

Debieron por lo menos haber exigido esa exhumación los valientes poetas salvados por el exilio[v], cuando volvieron, para enaltecer la memoria del –¿será aceptable?– mártir revolucionario.
O si no por lo menos sus colegas del otro extremo, los
“Faeries de Norteamérica,
Pájaros de La Habana,
Jotos de México,
Sarasas de Cádiz,
Apios de Sevilla,
Cancos de Madrid,
Floras de Alicante,
Adelaidas de Portugal…
abiertos en las plazas con fiebre de abanico o emboscados en yertos paisajes de cicuta”, aquellos que invoca en su Oda a Walt Whitman.
Debe ser que el pudor los cubre, de verificar que el tiro de gracia al más completo poeta de España sí fue precisamente donde lo confesó el carnífice Trescastro.

Lorca merece un digno panteón, que exhiba para eterna memoria la vergüenza de España, la ejecución injusta e irracional de un escritor que se la jugó por la causa del hombre y no de la izquierda, de un español cuya obra se acerca más a la de Shakespeare que la del mismo Cervantes. No importa por dónde le haya entrado el tiro que acabó con su pluma. 
Más vergüenza aún para los homofóbicos y entregados españoles de la época, que vieron con ojos ciegos que lo mataran. Ojos que se tranquilizaron al aparecer en la Cronología de la edición de Aguilar: “1936. Agosto. Muere”.


Lorca esperando el tiro de gracia.





[i] DESPEDIDA. Si muero,  / dejad el balcón abierto. // El niño come naranjas. / (Desde mi balcón lo veo.) // El segador siega el trigo. / (Desde mi balcón lo siento.)  / ¡Si muero, / dejad el balcón abierto!
[ii] Se especula con el tórrido romance que habría sostenido con el excéntrico Dalí, y de la violación interrupta del uno por el otro en las Residencias de Estudiantes.
[iii] En el bachillerato había leído conmocionado esa cuarteta de Prendimiento de Antoñito el Camborio en el camino de Sevilla, prefiguración del suyo: “Y a la mitad del camino, / bajo las ramas de un olmo, / guardia civil caminera / lo llevó codo con codo”. A la fosa común, vergajos. 
[iv] Atiendo la conseja tan solo por el gag picaresco digno de Chaplin, pero al tiempo la desvirtúo pues según mis averiguaciones Rosales, que tenía gran ascendiente entre la Falange, no sólo le dio leal refugio en su casa sino que cuando supo que Ruiz Alonso, en su ausencia, había ingresado a ella y sacado al poeta, lo encaró severamente preguntándole tres veces por qué sin orden escrita ni oral había allanado la residencia de un hombre de la Falange y retirado a su huésped. Éste respondió las tres veces: “Bajo mi única responsabilidad”. Según le confió después José Rosales a Luis Penón, lo que quería Ruiz Alonso no era tanto la cabeza del poeta sino desprestigiar a los Rosales, haciéndolos pasar por eso que ahora se llama “auxiliares del terrorismo”. Datos encontrados en el libro de Ian Gibson El hombre que detuvo a García Lorca.
[v] No hay que demeritar el heroísmo del exilio, o sea el huir para no dejarse aprehender y matar, pero los que se fueron fueron: Rafael Alberti, León Felipe, Juan Rejano, Max Aub, Emilio Prados (que no volvió), María Zambrano, Remedios Varo (tampoco volvió), Ramón Gómez de la Serna, Salvador de Madariaga, Luis Cernuda, Juan Ramón Jiménez. Al respecto, y entre los suyos, Sartre dejó esta frase lapidaria: “Los que regresaron, eran como exiliados entre nosotros”.
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LA VERSIÓN EN EL TIEMPO. com

Federico García Lorca merece un panteón digno



EL TIEMPO .com |


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Se publicó en la edición impresa de EL TIEMPO, Agosto 27, 2013, Página 16 completa




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COMENTARIOS en EL TIEMPO .COM 
4
MatiasPeroni Hace 5 minutos (Ago, 27, 2013
Excelente... para el recuerdo la anécdota del libro pegado en el maletín. a pesar del tema del entierro del poeta, que a propósito hizo parte de las razones que le costaron la judicatura a Garzón, Si hubo un intento de expiación de culpas respecto al asesinato de Federico. Vale la pena aprovechar la tecnología para ver la película de j.a. Bardem basada en el libro del Hispanista Ian Gibson Lorca Muerte de un Poeta http://youtu.be/PO4QiJXLV_s

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NTC ... ENLACES:

File:El Tres de Mayo, by Francisco de Goya, from Prado thin black margin.jpg

El tres de mayo de 1808 en Madrid (también conocido como Los fusilamientos en la montaña del Príncipe Pío2 3 o Los fusilamientos del tres de mayo1 ) 
es un cuadro del pintor aragonés Francisco de Goya terminado en 1814 que se conserva en el Museo del Prado (MadridEspaña). 
http://es.wikipedia.org/wiki/El_tres_de_mayo_de_1808_en_Madrid

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sábado, 24 de agosto de 2013

FEDERICO GARCÍA LORCA. Por Günter Blöcker. Berlín, 1961 / Lorca a través de sus propias palabras. Por Juan Osborne

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FEDERICO  GARCÍA  LORCA


Lorca a través de sus propias palabras.*
Por Juan Osborne, artista y arquitecto español.

Tras evaluar con el respaldo de computadoras todos los poemas de Lorca, Osborne destaca que los cinco vocablos más enunciados resultan “niños”, “muerte”, “amor”, “agua” y “corazón”. Justo en su retrato, la palabra “corazón”, con 193 menciones, tiene una relevancia especial.

 El retrato está compuesta por las palabras más utilizadas en sus poemas, sin duda una preciosa lista que empieza por: niños (215), muerte (210), amor (199), agua (194), corazón (193), noche (180), cielo (156), canto (146), blanco (136), estrellas (130), oh (130), rosa (128), ojos (126), ay (118), luz (118), quiero (117), sangre (117), viento (116), mar (111)…

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FEDERICO  GARCÍA  LORCA
Con motivo de aniversario 77 de su asesinato, Agosto 18 - 19, 1936 - 2013, tomado del libro “Líneas y perfiles de la Literatura moderna” * de Günter Blöcker, Guadarrama, 1969 (Berlín,  1961). Págs.209 a 217. (* Con carácter didáctico, escaneó y difundió JCL, Agosto 11, 2013, http://ntc-narrativa.blogspot.com/2013_04_21_archive.html)  

Uno de los momentos más felices en el trato con la literatura es el encuentro con una inocencia de lo poético, que no sea mera sencillez devota y dulce cancioncilla, sino que resulte de la confluencia de la ingenuidad con la sabiduría intuitiva, la experiencia trágica y el refinamiento de una cultura antigua. Este es el tipo de inocencia que imprime su magia en la obra de Federico García Lorca. La lírica de Lorca —y también sus dramas son lírica— tiene la áspera frescura de lo prístino y la experiencia formal, la seguridad cuajada de los ademanes rítmicos que sólo consigue un poeta con esta naturalidad por transmisión de tradiciones. En el enorme espacio de la poesía moderna, un espacio de conciencia, formado y poblado por el gusto de la osadía intelectual, Lorca representa la individualidad vegetativa. Con la clausura y la seguridad en sí mismo de lo que tiene raíces y se sabe soportado por ellas, se enfrenta al moderno mundo de laboratorio, al que, sin embargo, no se cierra. Lo acoge en sí, lo envuelve y lo sobrepasa; le da las sombras en las que viven los espíritus de la antigua vida imperturbable.
Una de las razones de tal superioridad —la superioridad del cantor sobre todos aquellos que han de elaborar antes sus premisas líricas— es la hispanidad de Federico García Lorca. España es, con Irlanda, el país europeo que aún se renueva en el mito. Mito significa orientación hacia abajo, significa percepción de amplitud y de profundidad, significa máxima conciencia de la personalidad juntamente con la conciencia de la trágica defectuosidad de todo lo personal. La conciencia mítica permite la conservación de la dignidad individual y, al mismo tiempo, de una amplia sensibilidad totalitaria, basada no en una razón «social», sino en la común procedencia de la oscuridad. Esta oscuridad, que a todos amenaza, sólo puede ser conjurada con un acto de culto. Se vence en el ritual de la corrida de toros, en la belleza de la muerte, en la veneración de la belleza, en la cortesía, en la caballerosidad, en la estrofa, en el ritmo del baile. «En la corrida y en el baile flamenco no se divierte nadie», dice Lorca. Y: «El torero, quemado por el demonio, da una clase de música pitagórica.»
Se comprende que fuera más que una afición folklórica lo que movió a Lorca a coleccionar nanas de todas las regiones españolas. Se lanzó en busca del secreto de las melodías negras, de las estrofas oscuras; buscó los motivos de la tenebrosidad de los textos y de la tristeza de las melodías que nos conmueven con lastimera fuerza en la poesía popular, y no sólo la española. La madre española, comprueba, desdeña cantarle al niño sólo cosas agradables; lo prepara suavemente para la realidad amarga, lo «embebe paulatinamente en el sentimiento trágico del mundo». ¡Qué amplitud de pensamiento, qué español, qué limpio de sentimentalismo, y al mismo tiempo, cómo nos acerca a la fuente de toda poesía! En Lorca hay siempre dos escenarios: el visible se llama España, el invisible es la existencia humana. Si en una de sus poesías (La calle de los mudos) apunta el coqueteo, las risas, guiños y señas de un ceremonial galante, sabemos: esto es España. Y no sólo porque se hable de capas y de abanicos, sino porque estas cosas están ordenadas de modo que nos comunican inconteniblemente —a pesar de su delicada gracia— algo del sentimiento básico de la existencia española, algo de la tensión entre el instinto y la costumbre, entre el éxtasis y el ascetismo, la ardiente devoción a lo bello y el moralismo hierático que pertenecen al ser español. Las jóvenes juegan entre risas, pero en jaulas, tras «inmóviles vidrieras», y sobre «los pianos vacíos» tienden las arañas sus hilos. Se rinde homenaje a las bellas con la capa, se ejercita el juego de los abanicos, pero se ama a distancia. Se utilizan trasnochadas formas y fórmulas, se vive con símbolos tras los que busca refugio un apasionamiento destructor.
Todo esto es España. Pero ¿quién puede pretender que sólo es España? La melancolía de un solo verso solitario, desprendido de la estructura estrofal, expuesto aisladamente:

Mundo del abanico,
el pañuelo y la mano,

nos conmueve, independientemente del medio; y que el lenguaje ardiente haga de la capa de lana, airosamente lanzada, «alas y flores» es encantamiento lírico que nos conmueve siempre y en todas partes. El influjo inmediato de tal lírica descansa en el hecho de trabajar con material sensorial pródigo en connotaciones líricas, en el hecho de hallarse fuertemente anclada en la tradición de una poesía popular, llena de plasticidad. Su dramatismo secreto y su efecto más profundo reside, no obstante, en que modula, transforma y desarrolla el tono popular, lo eleva a la condición de lo suprarregional, haciéndonos partícipes de un proceso que, sin ser el único, es el camino genuino de la poesía. El secreto y la grandeza de Lorca están en que los elementos de la tradición tienden en él, con necesidad intrínseca, a maridarse con el espíritu de su tiempo. El apasionamiento y el estoicismo españoles, el amor a la vida y el desprecio de la muerte, la fantasía y el realismo, lo soñador y lo duro, la viril melancolía y el alegre sentimiento de las formas, la conciencia básica de la unidad del nacer y del perecer, todo ello se transforma en posibilidades de nuestra propia sensibilidad. La certidumbre de  que el paso de la poesía popular a la gran poesía Universal es aún posible se lo debe la literatura moderna—además de a Yeats—, sobre todo, a García Lorca.
Esto presupone, evidentemente, que el poeta se mantenga abierto no sólo a las voces del paisaje, sino también a las del mundo. Jean Gebser, que conoció a Lorca personalmente, subraya lo «lunático» de su personalidad; «casi no era persona, sino estado», «nunca era poseedor, siempre poseído». Esto denota receptividad multifacética; por eso fue también él el amigo de Salvador Dalí, accesible a los encantos del modernismo abstracto y de los montajes de imágenes intelectuales. Su irrupción en los ámbitos de la inocente objetividad y de la escueta melodía es algo esencial de su personal estilo: la protagonista de Preciosa y el viento, uno de los romances gitanos con los que Lorca se ganó el amor de sus compatriotas, no recorre un sendero bordeado de laureles, a lo largo de un arroyo cristalino, sino un

anfibio sendero
de cristales y laureles;

y la elemental música del viento, bajo cuya furia palidece la tierra, es parafraseada con palabras que componen requisitos reales convirtiéndolos en esquemas expresivos irreales:

Cantan las flautas de umbría
y el liso gong de la nieve.

El cantor de Andalucía se vuelve ingeniero lírico sin dejar de ser cantor. Hace música con imágenes que reunen, en concepción genial, lo natural y lo conceptivo. Sus poesías son arte popular, comprimido en fórmula; idilio cantante, traspasado por los relámpagos de un intelecto inquieto y combinatorio. La inmanente naturalidad de este proceso se ve subrayada por la falta de solución de continuidad entre el tradicionalismo y el vanguardismo. En una de sus poesías más bellas y características, La baladilla de los tres ríos, en la que Lorca contrapone el alegre y claro mundo de Sevilla al mundo trágico y pesaroso de Granada, poniendo de relieve en sus ríos la doble cara de su patria andaluza, utiliza la osada metáfora:

El río Guadalquivir
tiene las barbas granate.

Se podría sucumbir a la tentación de calificar este giro —las barbas granates del río son sus riberas de tierra roja— como especialmente significativo del modernismo de Lorca si Enrique Beck, traductor de Lorca al alemán, no nos hubiera hecho notar que ya don Luis de Góngora, en el paso del siglo XVI al XVII, había dotado al Guadalquivir de estas características fisonómicas. El mismo Lorca señala en su conferencia sobre don Luis de Góngora (1927) la tradicional riqueza en imágenes de la poesía y del idioma español, y cita una multitud de encantadores ejemplos: una cúpula es una «media naranja»; a un cauce profundo que discurre lento lo llaman un «buey de agua», y a los mimbres les gusta estar siempre en la «lengua del río». Incluso lo más característico de Lorca, la conjunción e inserción de la plasticidad más floreciente y de la abstracción más escueta, las intersecciones de los planos conceptuales y la mezcla de esferas sensoriales: las luces que gritan; el cielo que cabalga sobre el río; el horizonte de perros que ladran; la luz, como pájaro en el infinito, nido del universo; el viento que corta como un hacha; los árboles que son como flechas disparadas desde el cielo; el brazo de la noche que crece por la ventana; el marino que retorna con un pez en el corazón (su nostalgia del mar), o la llama de la lamparilla de aceite que, como un faquir, contempla su corazón de oro; todo esto se encuentra en tendencia ya en Luis de Góngora quien llama a una gruta «el bostezo melancólico de la tierra», y habla de las muchas «orejitas» que forma el arroyo en su corriente para escuchar el canto de los pájaros. Cuando Lorca nos hace vivir lo ilimitado y lo sacramental del silencio, convirtiéndolo en un ser que inclina todas las frentes hacia la tierra, o cuando caracteriza la ciega incontinencia de los deseos humanos, dándoles cabezas sin ojos, son éstos otros tantos momentos en los que la tradición popular, el genio del barroco español (Góngora, Cervantes) se da la mano de forma fecunda con el espíritu del lenguaje moderno. Dice Lorca que los poetas han de abrir las puertas comunicantes entre los sentidos humanos, y para llegar a sus imágenes más reales y bellas, sobreponer las sensaciones: «La imagen es, pues, un cambio de trajes, fines y oficios entre objetos e ideas de la naturaleza. La metáfora une dos mundos antagónicos por medio de un salto ecuestre que da la imaginación.»
Dijimos: también los dramas de Lorca son lírica. Con toda la inexorabilidad del detalle realista conservan intacta la sonoridad lírica, se comportan como canciones por su construcción estrófica, sus flexibles transiciones de la prosa al verso, de la palabra hablada a la cantada. También aquí perpetúa Lorca una tradición. Acerca de la tragicomedia Doña Rosita la soltera, o el lenguaje de las flores (1935) se lee en el subtítulo: Poema granadino del novecientos, dividido en varios jardines, con escenas de canto y baile. Pero «canto y baile» en Lorca no son, como en las obras costumbristas de los hermanos Quintero, añadido poético, sino expresión, crescendo, síntesis lírica. Así, en Yerma, la tragedia del anhelo de maternidad, un conjunto de seis lavanderas asume el papel comentador del coro antiguo, traspuesto al folklore ibérico. En Bodas de sangre, la obra dramática más conocida de Lorca, lo lírico se convierte en elemento formal constitutivo, en portador de las energías dramáticas. El núcleo mítico de esta «tragedia lírica», la rebelión de la naturaleza contra los transgresores de la moral, no habría sido representable con los medios ortodoxos del drama; fue necesaria la lírica. Lorca lo consigue haciendo incluso de la luna una perseguidora de la pareja adúltera: la hace aparecer en la figura de un joven leñador de pálido semblante no como luna suave y benigna, sino como estrella fría y mortal que quiere calentarse con el latir de la sangre humana. Es un monólogo, un poema si se quiere, pero ¡qué soterrada tensión, qué horror lunar y qué exactitud de la función dramática! Desde la enajenación cósmica del principio:

Cisne redondo en el río
ojos de las catedrales,
alba fingida en las hojas
soy...,

se eleva la aparición, pasando por el grito del elemento vengador:

¡Tengo frío!,
y
¡No haya sombra ni emboscada,
que no puedan escaparse!,

hasta el reiterativo

¡No! ¡No podrán escaparse!
Yo haré lucir al caballo
una fiebre de diamante.

La luna y la muerte (la muerte se presenta como una mendiga anciana que recorre descalza el bosque) se alían a la moral. Persiguen a los fugitivos y señalan el camino a los perseguidores. Sabemos que cuando sale la luna se ha acabado la huida. El final del cuadro es pura lírica escénica, poesía muda con los medios del escenario: «Aparece la luna muy despacio. La escena adquiere una fuerte luz azul. Se oyen los dos violines. Bruscamente se oyen dos largos gritos desgarrados y se corta la música de los violines. Al segundo grito aparece la mendiga y queda de espaldas. Abre el manto y queda en el centro como un gran pájaro de alas inmensas. La luna se detiene. El telón cae en medio de un silencio absoluto.
Lorca murió en 1936, cuando todavía no tenía treinta y siete años, víctima de la guerra civil. Su última obra dramática, La casa de Bernarda Alba, la «tragedia de la mujer en los pueblos españoles», permite entrever la evolución que habría podido experimentar su estilo lírico-dramático. El drama sin hombres, cuyo protagonista invisible es —precisamente por su ausencia— el hombre terrible, el ser priápico alrededor del cual giran los pensamientos de las mujeres condenadas a la soledad por una costumbre despótica, tiene el desnudo rigor de un documento. El lírico se hace crítico social; la canción de la soledad, cantada a través de los siglos por la literatura española, y enriquecida por Lorca con algunas de sus variantes más bellas, se congela aquí en un grito, un grito fijado por el autor con inmisericorde precisión. «El poeta —se dice en una nota previa— advierte que estos tres actos tienen la intención de un documental fotográfico.» La tragedia del individuo en un mundo implacablemente organizado, llámese la organización tribu, costumbre, familia, tradición, Estado o ideología obligada, o el conjunto de todo ello, el problema de la sociedad sin comunidad, este tema básico de nuestro tiempo es puesto de relieve aquí en un segmento pequeño, delimitadamente localista. Pero el segmento se amplía en la medida de lo poético, lo peculiar demuestra ser, como siempre en la poesía, lo verdaderamente general. Pero para poder conseguir tal efecto hay que contar con la presencia y la colaboración de aquella fuerza secreta que Lorca admiraba —fraternalmente— tanto en Rimbaud o en Goya como en las bailarinas del Puerto de Santa María, de quienes dice que «el duende opera sobre su cuerpo como el viento sobre la arena». La presteza a citar, llamar y desafiar a ese duende, sin el que nadie puede trepar por la torre de la perfección, la capacidad de ofrecerse a él y exigirle la forma, es lo que proporciona a la obra de Lorca la inmediatez, la grandiosidad existencial. Todo el talento, todo el saber, toda la cultura personal de nada sirven sin ese duende, que exige, no formas, sino la medula de las formas, y que «no llega si no ve posibilidad de muerte, si no sabe que ha de rondar su casa, si no tiene seguridad de que ha de mecer esas ramas que todos llevamos y que no tienen, que no tendrán consuelo».

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* 21 de abril de 2013
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Con agradecimientos para Julio César Londoño,

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19 de agosto de 2013
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