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FEDERICO GARCÍA LORCA
Lorca a través de sus propias palabras.*
Por Juan Osborne, artista y arquitecto
español.
Tras evaluar con el respaldo de computadoras todos los poemas de Lorca, Osborne destaca que los cinco vocablos más enunciados resultan “niños”, “muerte”, “amor”, “agua” y “corazón”. Justo en su retrato, la palabra “corazón”, con 193 menciones, tiene una relevancia especial.
El retrato está compuesta por las palabras más utilizadas en sus poemas, sin duda una preciosa lista que empieza por: niños (215), muerte (210), amor (199), agua (194), corazón (193), noche (180), cielo (156), canto (146), blanco (136), estrellas (130), oh (130), rosa (128), ojos (126), ay (118), luz (118), quiero (117), sangre (117), viento (116), mar (111)…
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FEDERICO GARCÍA LORCA
Con motivo de aniversario 77 de
su asesinato, Agosto 18 - 19, 1936 - 2013, tomado del libro “Líneas y
perfiles de la Literatura moderna” * de Günter Blöcker, Guadarrama, 1969 (Berlín, 1961). Págs.209 a 217. (* Con
carácter didáctico, escaneó y difundió JCL, Agosto 11, 2013, http://ntc-narrativa.blogspot.com/2013_04_21_archive.html)
Uno de los momentos más felices
en el trato con la literatura es el encuentro con una inocencia de lo poético,
que no sea mera sencillez devota y dulce cancioncilla, sino que resulte de la
confluencia de la ingenuidad con la sabiduría intuitiva, la experiencia trágica
y el refinamiento de una cultura antigua. Este es el tipo de inocencia que
imprime su magia en la obra de Federico
García Lorca. La lírica de Lorca —y también sus dramas son lírica— tiene la
áspera frescura de lo prístino y la experiencia formal, la seguridad cuajada de
los ademanes rítmicos que sólo consigue un poeta con esta naturalidad por
transmisión de tradiciones. En el enorme espacio de la poesía moderna, un
espacio de conciencia, formado y poblado por el gusto de la osadía intelectual,
Lorca representa la individualidad vegetativa. Con la clausura y la seguridad
en sí mismo de lo que tiene raíces y se sabe soportado por ellas, se enfrenta
al moderno mundo de laboratorio, al que, sin embargo, no se cierra. Lo acoge en
sí, lo envuelve y lo sobrepasa; le da las sombras en las que viven los
espíritus de la antigua vida imperturbable.
Una de las razones de tal
superioridad —la superioridad del cantor sobre todos aquellos que han de elaborar
antes sus premisas líricas— es la hispanidad de Federico García Lorca. España
es, con Irlanda, el país europeo que aún se renueva en el mito. Mito significa
orientación hacia abajo, significa percepción de amplitud y de profundidad,
significa máxima conciencia de la personalidad juntamente con la conciencia de
la trágica defectuosidad de todo lo personal. La conciencia mítica permite la
conservación de la dignidad individual y, al mismo tiempo, de una amplia
sensibilidad totalitaria, basada no en una razón «social», sino en la común
procedencia de la oscuridad. Esta oscuridad, que a todos amenaza, sólo puede
ser conjurada con un acto de culto. Se vence en el ritual de la corrida de toros,
en la belleza de la muerte, en la veneración de la belleza, en la cortesía, en
la caballerosidad, en la estrofa, en el ritmo del baile. «En la corrida y en el
baile flamenco no se divierte nadie», dice Lorca. Y: «El torero, quemado por el
demonio, da una clase de música pitagórica.»
Se comprende que fuera más que
una afición folklórica lo que movió a Lorca a coleccionar nanas de todas las
regiones españolas. Se lanzó en busca del secreto de las melodías negras, de
las estrofas oscuras; buscó los motivos de la tenebrosidad de los textos y de
la tristeza de las melodías que nos conmueven con lastimera fuerza en la poesía
popular, y no sólo la española. La madre española, comprueba, desdeña cantarle
al niño sólo cosas agradables; lo prepara suavemente para la realidad amarga,
lo «embebe paulatinamente en el sentimiento trágico del mundo». ¡Qué amplitud
de pensamiento, qué español, qué limpio de sentimentalismo, y al mismo tiempo,
cómo nos acerca a la fuente de toda poesía! En Lorca hay siempre dos
escenarios: el visible se llama España, el invisible es la existencia humana.
Si en una de sus poesías (La calle de los
mudos) apunta el coqueteo, las risas, guiños y señas de un ceremonial
galante, sabemos: esto es España. Y no sólo porque se hable de capas y de
abanicos, sino porque estas cosas están ordenadas de modo que nos comunican
inconteniblemente —a pesar de su delicada gracia— algo del sentimiento básico
de la existencia española, algo de la tensión entre el instinto y la costumbre,
entre el éxtasis y el ascetismo, la ardiente devoción a lo bello y el moralismo
hierático que pertenecen al ser español. Las jóvenes juegan entre risas, pero
en jaulas, tras «inmóviles vidrieras», y sobre «los pianos vacíos» tienden las
arañas sus hilos. Se rinde homenaje a las bellas con la capa, se ejercita el
juego de los abanicos, pero se ama a distancia. Se utilizan trasnochadas formas
y fórmulas, se vive con símbolos tras los que busca refugio un apasionamiento
destructor.
Todo esto es España. Pero
¿quién puede pretender que sólo es España? La melancolía de un solo verso
solitario, desprendido de la estructura estrofal, expuesto aisladamente:
Mundo del abanico,
el pañuelo y la mano,
nos conmueve,
independientemente del medio; y que el lenguaje ardiente haga de la capa de
lana, airosamente lanzada, «alas y flores» es encantamiento lírico que nos
conmueve siempre y en todas partes. El influjo inmediato de tal lírica descansa
en el hecho de trabajar con material sensorial pródigo en connotaciones
líricas, en el hecho de hallarse fuertemente anclada en la tradición de una
poesía popular, llena de plasticidad. Su dramatismo secreto y su efecto más profundo
reside, no obstante, en que modula, transforma y desarrolla el tono popular, lo
eleva a la condición de lo suprarregional, haciéndonos partícipes de un proceso
que, sin ser el único, es el camino genuino de la poesía. El secreto y la
grandeza de Lorca están en que los elementos de la tradición tienden en él, con
necesidad intrínseca, a maridarse con el espíritu de su tiempo. El apasionamiento
y el estoicismo españoles, el amor a la vida y el desprecio de la muerte, la
fantasía y el realismo, lo soñador y lo duro, la viril melancolía y el alegre
sentimiento de las formas, la conciencia básica de la unidad del nacer y del
perecer, todo ello se transforma en posibilidades de nuestra propia
sensibilidad. La certidumbre de que el
paso de la poesía popular a la gran poesía Universal es aún posible se lo debe
la literatura moderna—además de a Yeats—, sobre todo, a García Lorca.
Esto presupone, evidentemente,
que el poeta se mantenga abierto no sólo a las voces del paisaje, sino también
a las del mundo. Jean Gebser, que conoció a Lorca personalmente, subraya lo
«lunático» de su personalidad; «casi no era persona, sino estado», «nunca era
poseedor, siempre poseído». Esto denota receptividad multifacética; por eso fue
también él el amigo de Salvador Dalí, accesible a los encantos del modernismo
abstracto y de los montajes de imágenes intelectuales. Su irrupción en los
ámbitos de la inocente objetividad y de la escueta melodía es algo esencial de
su personal estilo: la protagonista de Preciosa
y el viento, uno de los romances gitanos con los que Lorca se ganó el amor
de sus compatriotas, no recorre un sendero bordeado de laureles, a lo largo de
un arroyo cristalino, sino un
anfibio sendero
de cristales y laureles;
y la elemental música del
viento, bajo cuya furia palidece la tierra, es parafraseada con palabras que
componen requisitos reales convirtiéndolos en esquemas expresivos irreales:
Cantan las flautas de umbría
y el liso gong de la nieve.
El cantor de Andalucía se
vuelve ingeniero lírico sin dejar de ser cantor. Hace música con imágenes que
reunen, en concepción genial, lo natural y lo conceptivo. Sus poesías son arte
popular, comprimido en fórmula; idilio cantante, traspasado por los relámpagos
de un intelecto inquieto y combinatorio. La inmanente naturalidad de este
proceso se ve subrayada por la falta de solución de continuidad entre el
tradicionalismo y el vanguardismo. En una de sus poesías más bellas y características,
La baladilla de los tres ríos, en la
que Lorca contrapone el alegre y claro mundo de Sevilla al mundo trágico y
pesaroso de Granada, poniendo de relieve en sus ríos la doble cara de su patria
andaluza, utiliza la osada metáfora:
El río Guadalquivir
tiene las barbas granate.
Se podría sucumbir a la
tentación de calificar este giro —las barbas granates del río son sus riberas
de tierra roja— como especialmente significativo del modernismo de Lorca si
Enrique Beck, traductor de Lorca al alemán, no nos hubiera hecho notar que ya
don Luis de Góngora, en el paso del siglo XVI al XVII, había dotado al
Guadalquivir de estas características fisonómicas. El mismo Lorca señala en su
conferencia sobre don Luis de Góngora (1927) la tradicional riqueza en imágenes
de la poesía y del idioma español, y cita una multitud de encantadores
ejemplos: una cúpula es una «media naranja»; a un cauce profundo que discurre
lento lo llaman un «buey de agua», y a los mimbres les gusta estar siempre en
la «lengua del río». Incluso lo más característico de Lorca, la conjunción e
inserción de la plasticidad más floreciente y de la abstracción más escueta,
las intersecciones de los planos conceptuales y la mezcla de esferas
sensoriales: las luces que gritan; el cielo que cabalga sobre el río; el horizonte
de perros que ladran; la luz, como pájaro en el infinito, nido del universo; el
viento que corta como un hacha; los árboles que son como flechas disparadas
desde el cielo; el brazo de la noche que crece por la ventana; el marino que
retorna con un pez en el corazón (su nostalgia del mar), o la llama de la
lamparilla de aceite que, como un faquir, contempla su corazón de oro; todo
esto se encuentra en tendencia ya en Luis de Góngora quien llama a una gruta
«el bostezo melancólico de la tierra», y habla de las muchas «orejitas» que
forma el arroyo en su corriente para escuchar el canto de los pájaros. Cuando
Lorca nos hace vivir lo ilimitado y lo sacramental del silencio, convirtiéndolo
en un ser que inclina todas las frentes hacia la tierra, o cuando caracteriza
la ciega incontinencia de los deseos humanos, dándoles cabezas sin ojos, son
éstos otros tantos momentos en los que la tradición popular, el genio del
barroco español (Góngora, Cervantes) se da la mano de forma fecunda con el
espíritu del lenguaje moderno. Dice Lorca que los poetas han de abrir las
puertas comunicantes entre los sentidos humanos, y para llegar a sus imágenes
más reales y bellas, sobreponer las sensaciones: «La imagen es, pues, un cambio
de trajes, fines y oficios entre objetos e ideas de la naturaleza. La metáfora
une dos mundos antagónicos por medio de un salto ecuestre que da la
imaginación.»
Dijimos: también los dramas de
Lorca son lírica. Con toda la inexorabilidad del detalle realista conservan
intacta la sonoridad lírica, se comportan como canciones por su construcción
estrófica, sus flexibles transiciones de la prosa al verso, de la palabra
hablada a la cantada. También aquí perpetúa Lorca una tradición. Acerca de la
tragicomedia Doña Rosita la soltera, o el lenguaje de las flores (1935) se
lee en el subtítulo: Poema granadino del
novecientos, dividido en varios jardines, con escenas de canto y baile.
Pero «canto y baile» en Lorca no son, como en las obras costumbristas de los
hermanos Quintero, añadido poético, sino expresión, crescendo, síntesis lírica. Así, en Yerma, la tragedia del anhelo de maternidad, un conjunto de seis
lavanderas asume el papel comentador del coro antiguo, traspuesto al folklore
ibérico. En Bodas de sangre, la obra
dramática más conocida de Lorca, lo lírico se convierte en elemento formal
constitutivo, en portador de las energías dramáticas. El núcleo mítico de esta
«tragedia lírica», la rebelión de la naturaleza contra los transgresores de la
moral, no habría sido representable con los medios ortodoxos del drama; fue
necesaria la lírica. Lorca lo consigue haciendo incluso de la luna una perseguidora
de la pareja adúltera: la hace aparecer en la figura de un joven leñador de
pálido semblante no como luna suave y benigna, sino como estrella fría y mortal
que quiere calentarse con el latir de la sangre humana. Es un monólogo, un
poema si se quiere, pero ¡qué soterrada tensión, qué horror lunar y qué exactitud
de la función dramática! Desde la enajenación cósmica del principio:
Cisne redondo en el río
ojos de las catedrales,
alba fingida en las hojas
soy...,
se eleva la aparición, pasando
por el grito del elemento vengador:
¡Tengo frío!,
y
¡No haya sombra ni emboscada,
que no puedan escaparse!,
hasta el reiterativo
¡No! ¡No podrán escaparse!
Yo haré lucir al caballo
una fiebre de diamante.
La luna y la muerte (la muerte
se presenta como una mendiga anciana que recorre descalza el bosque) se alían a
la moral. Persiguen a los fugitivos y señalan el camino a los perseguidores.
Sabemos que cuando sale la luna se ha acabado la huida. El final del cuadro es
pura lírica escénica, poesía muda con los medios del escenario: «Aparece la
luna muy despacio. La escena adquiere una fuerte luz azul. Se oyen los dos
violines. Bruscamente se oyen dos largos gritos desgarrados y se corta la
música de los violines. Al segundo grito aparece la mendiga y queda de
espaldas. Abre el manto y queda en el centro como un gran pájaro de alas inmensas.
La luna se detiene. El telón cae en medio de un silencio absoluto.
Lorca murió en 1936, cuando
todavía no tenía treinta y siete años, víctima de la guerra civil. Su última
obra dramática, La casa de Bernarda Alba,
la «tragedia de la mujer en los pueblos españoles», permite entrever la evolución
que habría podido experimentar su estilo lírico-dramático. El drama sin
hombres, cuyo protagonista invisible es —precisamente por su ausencia— el
hombre terrible, el ser priápico alrededor del cual giran los pensamientos de
las mujeres condenadas a la soledad por una costumbre despótica, tiene el desnudo
rigor de un documento. El lírico se hace crítico social; la canción de la
soledad, cantada a través de los siglos por la literatura española, y
enriquecida por Lorca con algunas de sus variantes más bellas, se congela aquí
en un grito, un grito fijado por el autor con inmisericorde precisión. «El
poeta —se dice en una nota previa— advierte que estos tres actos tienen la
intención de un documental fotográfico.» La tragedia del individuo en un mundo
implacablemente organizado, llámese la organización tribu, costumbre, familia,
tradición, Estado o ideología obligada, o el conjunto de todo ello, el problema
de la sociedad sin comunidad, este tema básico de nuestro tiempo es puesto de
relieve aquí en un segmento pequeño, delimitadamente localista. Pero el
segmento se amplía en la medida de lo poético, lo peculiar demuestra ser, como
siempre en la poesía, lo verdaderamente general. Pero para poder conseguir tal
efecto hay que contar con la presencia y la colaboración de aquella fuerza
secreta que Lorca admiraba —fraternalmente— tanto en Rimbaud o en Goya como en
las bailarinas del Puerto de Santa María, de quienes dice que «el duende opera
sobre su cuerpo como el viento sobre la arena». La presteza a citar, llamar y
desafiar a ese duende, sin el que nadie puede trepar por la torre de la
perfección, la capacidad de ofrecerse a él y exigirle la forma, es lo que
proporciona a la obra de Lorca la inmediatez, la grandiosidad existencial. Todo
el talento, todo el saber, toda la cultura personal de nada sirven sin ese
duende, que exige, no formas, sino la medula de las formas, y que «no llega si
no ve posibilidad de muerte, si no sabe que ha de rondar su casa, si no tiene
seguridad de que ha de mecer esas ramas que todos llevamos y que no tienen, que
no tendrán consuelo».
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* 21 de abril de 2013
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Con agradecimientos para Julio César Londoño,
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19 de agosto de 2013
POETA
EN NUEVA YORK. Por Juan Manuel Roca. Agosto 19, 2013. A los 77 años del
fusilamiento de Federico García Lorca, por León Gil.
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