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9 de abril de 2015
JUAN
MANUEL ROCA: DEVOTO FOGONERO DE LA ESTÉTICA Y LA UTOPÍA
Por Iván Darío Álvarez
“La potencia intelectual
de un hombre
se mide por la dosis de
humor que es capaz de utilizar”
Federico Nietzsche.
“El beso de la Gioconda” *, el nuevo libro de ensayos de Juan Manuel Roca, es como su
nombre lo sugiere una invitación afectuosa a dejarse seducir por el arte. Por
sus páginas cuidadosamente escritas, quien nos convida constata que es un agudo
explorador del paisaje estético al que nos convoca. En ese viaje de placer, su
imaginación visita una galería de obras y personajes que han quedado impresos
en su piel y su memoria, como habitantes fieles de una pasión poética
insobornable.
Roca
quiere, en esa travesía personal, presentarnos a su legión de amigos que no son
ángeles clandestinos, sino por fortuna seres entrañables, visibles, de carne y
hueso, que a lo largo de la historia del arte han dejado una huella profunda.
Juan Manuel nos convierte en testigos privilegiados de sus conversaciones
solitarias, con seres aliados que al igual que él, se saben cultores de la
belleza. Esto es importante porque comprobamos que en un mundo cada vez más
feo, el talante subversivo de la belleza sigue siendo un camino de resistencia
imprescindible, y de paso nos recuerda que la estética es a veces también una
ética.
Son también
estos ensayos, al decir de Cioran, “ejercicios de admiración”. En ellos
congrega a diversos creadores, escritores o pintores, para dialogar con su obra
y sobre todo, para compartir el disfrute y el conocimiento que con tanta
lucidez nos brindan.
En ese
orden de su ensayística, Roca nos alienta a darnos cuenta de lo fecunda que siempre
ha sido la relación entre poesía y pintura. De cómo esa complicidad misteriosa
ha retroalimentado a múltiples creadores con resultados halagadores, de los que
el libro nos ofrece claros y hermosos ejemplos. El beso o el verso de la Gioconda, el primero de sus ensayos, como su
atractivo y jugoso titulo lo sugiere, es pintura escrita y palabra pintada.
Como si
fuese una extraña flor en el asfalto de nuestra ciudad, se le rinde también un
merecido homenaje a un poeta del espacio, como fue Rogelio Salmona, quien como
pocos en la urbe transformó los espacios públicos y privados en lugares verdes
y amables, desde una lógica arquitectónica que conspira contra los infiernos
del mal gusto, lo pragmático, lo comercial.
René
Magritte ese “belga desconfiado y resabiado” al decir de Juan Manuel fue uno de
los más solitarios y visionarios del movimiento surrealista, reacio a las
categorías del psicoanálisis que pretendieron hacer suyas los adictos al genial
pero también dogmático Bretón, como si se diese cuenta que manosear el
inconsciente desde el arte es tan pretencioso como querer abrazar un puerco espín.
Su pintura lúdica e inocente, parece más bien burlarse de cualquier análisis o de
supuestos principios de realidad, es más bien una bofetada plena de forma y de
color. Bien decía Stanislaw Lem: “Anoche soñé con la realidad. ¡Qué alivio al
despertarme!”
Uno de
los ensayos a mi juicio más trabajados, al que me sumo y celebro, es su
diatriba contra el culto al trabajo. Frente a ese gran tótem que el
productivismo y el progresismo de nuestro tiempo han levantado, Roca quisiera
dinamitarlo al decir: “solamente a quienes han hecho del aburrimiento una
religión se les puede ocurrir que el trabajo sea además de práctico algo que
dignifica al hombre. Un laborar por lo general mal asalariado no puede verse
como un hecho de vitalidad o de plenitud.” Creo que si fuésemos capaces de
levantar de su tumba al afrancesado cubano y libertario Paul Lafargue, el
célebre redactor de “El derecho a la pereza” y yerno de Marx -el principal
ideólogo de la clase trabajadora- correría de inmediato a felicitar e invitar a
unas copas a nuestro querido Juan Manuel por su laborioso y esmerado texto. Pero
mejor, para ser consecuentes, dejémoslo descansar en paz.
Para un
aventurero y festivo habitante de la noche como lo ha sido Juan, no es de
extrañar que se internara por un laberinto de espejos nocturnos de la mano de
ese ciego de oro tan memorable como fue Borges. La noche y el sueño en Borges
son inseparables y en ese ensayo se dan cita una vez más, en un metafórico elogio
de su poesía. Nada más inspirador y ensoñador. Con razón Van Gogh, ese otro
notable y alucinado noctambulo decía: “Cuando siento una necesidad de religión,
salgo de noche y pinto las estrellas.”
Y para
no perder ese vuelo nocturno, Roca también nos enrumba hacia “La casa de las
bellas durmientes” la gran novela del inmortal Yasunari Kawabata. Esa
enigmática cofradía de ancianos evoca esa pugna entre la realidad y el deseo,
cuando se rozan en las fronteras de la inocencia y la perversión, pero narradas
con una pluma sublime que tiene como telón de fondo una atmósfera embrujadora y
enrarecida. No se equivoca cuando afirma que: “Nos queda en la memoria y en los
sentidos una obra de amor y terror.” En contraste el poeta hace una muy razonada
crítica a “Memoria de mis putas tristes”, de nuestro fallecido nobel el gran Marqués Gabriel García, que a su juicio
no logra su loable deseo de rendirle un homenaje literario al preciado japonés.
En “A
la sombra de la hechicera” y con un brebaje de letras iluminadoras emerge Jules
Michelet, quien con su libro rememora a la bruja maldita, a la llamada
inquisidoramente “la novia del diablo.” Y como bruja y rebelde es también la
poesía, aquí se prenden otras hogueras, más bien del recuerdo, no a la caza de
brujas, sino contra los exabruptos de la barbarie”.
Y en
este registro de una buena tropa de exquisitos creadores como los poetas
alemanes, Juan igual hace refrescantes lecturas o retratos reflexivos y
afectuosos, de poetas de la tierrita como Silva o Aurelio Arturo, o del “Diario
de un loco” de Lu Hsun, de “Pedro Paramo” de Rulfo, o “En noviembre llega el
arzobispo” de su buen amigo y poeta colombiano, Héctor Rojas Herazo, o El
animalario de Antonio Cisneros, otro gran amigo peruano y poeta ausente. O de
una joven poetisa antioqueña tan delicada con su palabra como es Lucía Estrada.
O de veteranos pintores tan vigorosos y entrañables creadores como Antonio
Samudio, o Agusto Rendón.
Hace
pues Juan Manuel en “El beso de la Gioconda” un despliegue no solo de buen
gusto y ceñuda argumentación, sino también, de generosidad, de buen humor y de
paso lo celebra en un ensayo donde subraya el ingenio libertario de quienes se
han atrevido desde la creación, a no tomarse en serio ninguno de los pedestales
en los que se ha querido encumbrar siempre el poder, en todas sus formas y con
todas sus falsas máscaras. El arte y el humor sin duda le dan un color
maravilloso a la libertad y no les podemos dejar borrar de ese anarco iris que siempre debe lucir en el
horizonte.
Invito
a dejarse llevar en este paseo por un universo creativo y poético, tan sólido y
sugestivo como lo es el de Juan Manuel Roca, que sabe, como lo expresó Nietzsche
con relación a la música, pero que bien puede ser aplicable a todas las artes,
que: “ La vida sin el arte sería un error.”
Iván
Darío Álvarez.
Mayo 20
de 2015
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