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Intermedio
La bomba de la violencia
Jotamario Arbeláez
Hace setenta años, lunes 6 de agosto de 1945, a las 2: 45 de la
mañana,
los 350.000 japoneses
habitantes de Hiroshima sintieron el resplandor de 10.000 soles sobre la Plaza
de la Paz,
al tiempo que la piel les ardía
como un papelillo y un inmenso hongo atómico se elevaba 20 kilómetros .
Les había caído encima una
bomba de uranio de procedencia norteamericana.
70.000 murieron en el acto,
otros 70.000 con el paso del tiempo, por las tremendas secuelas especialmente
cancerígenas.
Tres días después el
espectáculo habría de repetirse en Nagasaki.
De sus 270.000 habitantes también
ardieron 70.000.
La humanidad –escribió Camus–,
había alcanzado su más alto grado de salvajismo.
Se operaba la humillación del
Imperio del Sol Naciente, que había tenido la osadía de bombardear el fortín de
Pearl Harbor.
Imposibilitado de sobrevivir al
deshonor de la entrega de un dios a las huestes yanquis el fisicoculturista
escritor Yukio Mishima se practica el harakiri mientras su asistente Morita le
rebana la cabeza con un alfanje.
Fue la primera noticia de periódico que leí en la vida. No
podía creerlo. El hongo atómico sobre la primera plana de Relator.
Los relatos de los
sobrevivientes, pelados como plátanos, con las tiras de piel cayéndoles a los
lados.
La tía Adelfa estaba radiante.
Muy bueno, decía, que acabamos con esos nipones aliados de Hitler.
Pero a mí me parecía una
inconcebible masacre. Estaba seguro que esos civiles de ojos rasgados estaban
pacíficamente dormidos a esa hora.
Lloré tres noches seguidas bajo las cobijas el sacrificio de
los japoneses.
Mi abuela trataba de consolarme
diciéndome que así es la vida.
Habría llorado igual si las
bombas hubieran caído sobre Roma o Berlín.
Por esas mismas fechas comenzó
a desgranarse entre nosotros la bomba de la Violencia.
Los ‘pájaros’ convirtieron en
un infierno nuestros campos y ciudades. Mataron a Gaitán.
Muy pronto se contabilizaron
300.000 cadáveres por muerte violenta en los cementerios.
O en las fosas comunes.
Una vez me tocó contemplar –tendría yo 10 años– en la Central
Providencia, que quedaba a la vuelta de mi casa en San Nicolás,
16 cadáveres de campesinos que
habían sido masacrados en una finca de Restrepo, Valle.
hasta que el líder popular
Alfonso Barberena nos hizo salir a todos del local para que no nos
entretuviéramos con semejante pornografía de la muerte.
Muchos años más tarde, cuando
estaba escribiendo mi libro de memorias, me contaba Darío Barberena, hijo de Alfonso,
que la matanza fue ocasionada por el alcalde de Restrepo,
quien utilizó a la policía para
asesinar a su propia suegra y a toda la gente de la finca para quedarse con sus
tierras. La autopsia dio como resultado que las balas asesinas eran de dotación
oficial.
Había llegado el tiempo de los asesinos, término que leería
después en Rimbaud.
Desde entonces no ha habido
ningún período de paz en Colombia.
Primero fueron los bandoleros,
luego los pájaros, luego la guerrilla, luego los narcos, luego los paramilitares,
sin olvidarnos de la delincuencia común y de la violencia oficial.
De la violencia contra los
obreros, contra los indígenas, contra las mujeres, contra los niños. Contra los
homosexuales y contra los indigentes. Contra los estudiantes y contra los
periodistas.
Nunca he tomado un arma, ni de destrucción masiva, ni de
repetición, ni de fuego y ni siquiera una espada. Pienso que quitar una vida es
dañar el mundo. Un ser vivo es el testimonio de la creación y mandarlo a la
fosa es como matar a Dios.
No estamos hechos para la
guerra, ni yo, ni millares de colombianos. Que esperamos ese día de gracia para
nuestro país cuando en lugar de matarnos nos abracemos.
Y no estoy pecando de ingenuo
ni de cobarde. Pongo los poderes de la vida, entre los que están la dignidad, la
libertad, el erotismo y el humor loco, por encima de cualquier consigna de
muerte.
En los años 60 tuvimos el fantasma de la bomba atómica
gravitando sobre nuestras cabezas.
Sentimos que caería cuando el
lío de Cuba y los barcos rusos.
Ya es hora de que soplen
vientos de amor.
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NTC ... Nota: Parte de este texto se publicó en la más reciente columna del autor en EL PAÍS de Cali
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