lunes, 24 de diciembre de 2012

LOS PUERTOS DE LA MEMORIA. Por Juan Manuel Roca. Diciembre 24, 2012

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LOS PUERTOS DE LA MEMORIA

Como diciembre tiene algo de puerto tras la caída de un calendario, esta reflexión sobre su sentido: lugar de arribo o de salida. Para mí, en materia de publicaciones no pudo ser mejor, como lo ha registrado  NTC … . Va mi gratitud. Salió la edición colombiana de “Biblia de Pobres” (Ícono), la española de “Pasaporte del apátrida” (Pre-Textos), la antología mexicana “De parte de la Noche” (Unam), el libro sobre poesía colombiana  “Galería de Espejos” (Alfaguara), la tercera edición de “Las hipótesis de Nadie” (Fundarte, Caracas).

Por Juan Manuel Roca

La primera vez que visité un puerto fue en el amplio y a veces proceloso océano de la literatura.

Cuando llegué al primero que estaba construido con algo más que letras, ya traía en la memoria la historia de un barco fantasma cuyo drama deriva de que nunca puede anclar, condenado a un viaje sin un puerto final como sucede con la leyenda negra del holandés errante.

El también llamado “velero holandés” cruza como un espejismo todos los mares y solo es avistado en la lejanía por el ojo de cíclope de algún faro, en una leyenda semejante a la del judío errante.

Un día lo ven esfumarse embanderado de nieblas cerca de Java o de Holanda, otro por los mares del Sur o por Dunquerque.  

Qué mayor drama que ir por el mundo sin tener el sosiego de un puerto. Sólo las artes le construyeron un muelle a esa leyenda: Wagner en una ópera, Washington Irving en una novela.

Desde esa lectura adolescente tuve la palabra puerto como sinónimo de abrigo antes que como un lugar construido para la carga y descarga de mercaderías, de embarque y desembarque de personas y enseres, de un comercio real regido por leyes económicas.

Lo mío era un muelle imaginario para el contrabando de sueños sin otra aduana que la almohada,  ese astillero en el que echamos a navegar muchos barcos en silencio.

Así llegué a mi primer puerto real, cargado de ficciones. Y, sin embargo, entre contenedores y balizas, entre grúas y estibadores, fue gracias a las letras que entendí lo que intuía en la leyenda:

Un puerto es un brazo extendido entre la tierra y el mar por donde entra y sale la música, su maravilloso mestizaje. Es un pasadizo donde se mezclan las razas y las lenguas, un puente ultramarino que se lanza a navegar en forma de barco.

De un puerto antillano salió nuestra música. Imagino que así como los estibadores subían a las naves surtas en los puertos racimos de plátano, bultos de cacao o grandes pacas de algodón, muchos marineros subieron a los barcos el ritmo meloso del bolero.

Lo llevaban en sus memorias como un polizón y luego, en alta mar, dejaban salir esos recuerdos bailables y sentimentales en forma de tarareo o de silbido.

El bolero se bajó entonces de piraguas y canoas y se subió a los grandes navíos comerciales en otros puertos, primero para recorrer el continente americano y luego para regresarles modificados -y muy mejorados-, un aire musical a España, como si se les devolviera las carabelas cargadas de puro sabor, algo que es bueno recordar como un contrabando musical salido de un puerto.

Lejos de mí, al llegar al primer puerto que conocí en nuestro Caribe,  pensar que éste era uno más entre los seis mil o siete mil puertos levantados en el mundo.

Como el perro vagabundo que le ladra a las olas cuando se acercan a la playa y deja de hacerlo cuando el mar se retira, amamos y tememos a un mismo tiempo al océano, ese inmenso osario de buques y ahogados que no llegaron a ningún fondeadero por falta de puertos.

Por algo en la lengua popular, en la lengua cotidiana, un puerto es el sitio de albergue al que queremos llegar.
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Zuiderzee Botter. Maqueta: Velero holandes.
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