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LOS
PUERTOS DE LA MEMORIA
Como diciembre tiene algo de puerto
tras la caída de un calendario, esta reflexión sobre su sentido: lugar de
arribo o de salida. Para mí, en materia de publicaciones no pudo ser mejor, como
lo ha registrado NTC … . Va mi gratitud.
Salió la edición colombiana de “Biblia de Pobres” (Ícono), la española de
“Pasaporte del apátrida” (Pre-Textos), la antología mexicana “De parte de la
Noche” (Unam), el libro sobre poesía colombiana “Galería de Espejos” (Alfaguara), la tercera
edición de “Las hipótesis de Nadie” (Fundarte, Caracas).
Por
Juan Manuel Roca
La primera vez que visité un puerto fue en el amplio y a veces proceloso océano de la literatura.
Cuando llegué al primero que estaba construido
con algo más que letras, ya traía en la memoria la historia de un barco
fantasma cuyo drama deriva de que nunca puede anclar, condenado a un viaje sin
un puerto final como sucede con la leyenda negra del holandés errante.
El también llamado “velero holandés”
cruza como un espejismo todos los mares y solo es avistado en la lejanía
por el ojo de cíclope de algún faro, en una leyenda semejante a la del judío
errante.
Un día lo ven esfumarse embanderado de
nieblas cerca de Java o de Holanda, otro por los mares del Sur o por
Dunquerque.
Qué mayor drama que ir por el mundo sin
tener el sosiego de un puerto. Sólo las artes le construyeron un muelle a esa
leyenda: Wagner en una ópera, Washington Irving en una novela.
Desde esa lectura adolescente tuve la
palabra puerto como sinónimo de abrigo antes que como un lugar construido para la
carga y descarga de mercaderías, de embarque y desembarque de personas y
enseres, de un comercio real regido por leyes económicas.
Lo mío era un muelle imaginario para el
contrabando de sueños sin otra aduana que la almohada, ese astillero en el que echamos a navegar muchos
barcos en silencio.
Así llegué a mi primer puerto real,
cargado de ficciones. Y, sin embargo, entre contenedores y balizas, entre grúas
y estibadores, fue gracias a las letras que entendí lo que intuía en la
leyenda:
Un puerto es un brazo extendido entre
la tierra y el mar por donde entra y sale la música, su maravilloso mestizaje.
Es un pasadizo donde se mezclan las razas y las lenguas, un puente ultramarino
que se lanza a navegar en forma de barco.
De un puerto antillano salió nuestra música. Imagino
que así como los estibadores subían a las naves surtas en los puertos racimos
de plátano, bultos de cacao o grandes pacas de algodón, muchos marineros
subieron a los barcos el ritmo meloso del bolero.
Lo llevaban en sus memorias como un polizón y
luego, en alta mar, dejaban salir esos recuerdos bailables y sentimentales en
forma de tarareo o de silbido.
El bolero se bajó entonces de piraguas
y canoas y se subió a los grandes navíos comerciales en otros puertos, primero
para recorrer el continente americano y luego para regresarles modificados -y
muy mejorados-, un aire musical a España, como si se les devolviera las carabelas
cargadas de puro sabor, algo que es bueno recordar como un contrabando musical salido
de un puerto.
Lejos de mí, al llegar al primer puerto
que conocí en nuestro Caribe, pensar que
éste era uno más entre los seis mil o siete mil puertos levantados en el mundo.
Como el perro vagabundo que le ladra a
las olas cuando se acercan a la playa y deja de hacerlo cuando el mar se
retira, amamos y tememos a un mismo tiempo al océano, ese inmenso osario de
buques y ahogados que no llegaron a ningún fondeadero por falta de puertos.
Por algo en la lengua popular, en la
lengua cotidiana, un puerto es el sitio de albergue al que queremos llegar.