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El perfume y el deleite de un minuto nada más
William Ospina
El Espectador, 15 JUN 2013 - 10:00 PM, http://www.elespectador.com/opinion/el-perfume-y-el-deleite-de-un-minuto-nada-mas-columna-427975
Muchas veces he querido escribir un
ensayo que se llame Esos malos poemas sin
los cuales no podemos vivir. Porque ciertas preceptivas literarias nos han
enseñado a avergonzarnos de algunos placeres furtivos que también nos da la
literatura.
No se trata aquí de la poesía
indudable, poderosa y terrible que construye mundos y derriba sistemas: de la
capacidad de Homero y de Joyce de salvar un mundo en el lenguaje; de la
capacidad de Dante de erigir un universo en la música; de la capacidad de
Shakespeare de construir un discurso sinfónico donde cabemos todos los humanos,
desde los más infames hasta los más sublimes; de la capacidad de san Juan de la
Cruz y de Allen Ginsberg de atrapar los matices del amor; de la capacidad de
Víctor Hugo de convertir en poesía la historia, la curiosidad geográfica y
hasta la pasión política; de la capacidad de Baudelaire y de Whitman de hacer
caber en el poema lo más sórdido y lo más cotidiano; de la capacidad de Rimbaud
de reinventar en la lengua un mundo que declina; de la capacidad de Rubén
Darío, de Neruda y de Borges de reinventar minuciosamente una lengua, porque
estos ya están salvados, a estos no hay que defenderlos, a estos no los discute
nadie.
Tampoco se trataría de defender a
otros muy grandes pero menos reconocidos, por su dificultad para pasar a otras
lenguas o por su irregularidad, por su sutileza o por su carácter tan irreductiblemente
personal. De vindicar las partenias divinas de Píndaro; las venenosas sátiras
de Marcial; las rosas de hierro de la Canción de Rolando; los sonetos
prodigiosos de Petrarca, de Joachim du Bellay, de Quevedo, de Lope de Vega, de
Miguel Ángel, de Gaspara Stampa, de Rossetti, de Elizabeth Barret; de alegar a
favor de las músicas y la magia de artífices de Verlaine, de Swinburne, de
Heinrich Heine, de Toulet, de Lugones, de León de Greiff, de Antonio Colinas,
de Giovanni Quessep; de defender la precisión de la Antología griega o de la
Antología de Spoon River, el vuelo de Keats o de Rilke, la fuerza original de
los poemas de Byron o de Ted Hughes, el poder perturbador de Robert Frost o de
Christina Rossetti, la reinterpretación minuciosa de la realidad que hizo Emily
Dickinson, el cosmos rumoroso de Robert Browning, el nuevo mundo que aportaron
Eliot y Ezra Pound, el barro americano del romántico todavía incomprendido
Porfirio Barba Jacob, las íntimas vastedades de Carlos Mastronardi, los altares
amorosos de López Velarde, el incienso verbal de Saint-John Perse y de Aurelio
Arturo, la depurada complejidad de Antonio Cisneros, las sonoras mitologías de
Kipling o de Chesterton, los nihilismos contrarios de Houellebecq o de Fabián
Casas, el salmo del siglo XX de Milosz o de Symborzka, o las exploraciones del
presente puro de Ungaretti, de Jacottet, de José Manuel Arango, de Samoilovich
o de Víctor Gaviria, porque todo eso está ya salvado, no necesita ser defendido
sino apenas ser divulgado.
Lo que pretendería mi ensayo es
defender lo indefendible, o al menos lo difícil de defender. Verdad que a esa
categoría pertenecen obras ilustres como El Cuervo o Las campanas de Edgar
Allan Poe, que le valieron a su autor el apodo de “jingleman” y a las que
descalifican los genios y miran por encima del hombro muchos críticos, obras
que no siempre aportaron un gran poema sino un tema que otros tratarían mejor o
una música que otros enriquecerían; ese sistema de vasos comunicantes que hace
que una musiquilla medieval resucite en una gran sinfonía de Mahler, que un
canto de indígenas norteamericanos resurja y se despliegue en la aurora de la
Sinfonía del Nuevo Mundo de Dvorak; esos poemas pobres que atormentan o
acompañan nuestras almas, como esa mala prosa de folletines del siglo XIX que
nutrió algún fragmento de las Memorias de Adriano de Yourcenar. Ese mal poema
militante de Gabriel Celaya La poesía es un arma cargada de futuro, al que le
puso música Paco Ibáñez y que cada vez que suena me lleva a ciertas tardes de
mi adolescencia y me trae amigas muertas y sueños perdidos, y me conmueve más
que Virgilio. Pero no hablo en rigor de las canciones, que suelen ser
invulnerables, hablo de poemas sin los cuales no podemos vivir, como eso de “en
la mitad del barranco las navajas de Albacete / bellas de sangre contraria
relumbran como los peces”, versos de García Lorca que sobreviven por pura
inercia verbal, y apenas morirán con la muerte de la lengua. Hablo de ese poema
Elegía de Miguel Hernández, que casi no resiste una lectura verso a verso, por
esa impureza de decirle a un muerto “la tierra que ocupas y estercolas”, versos
tirados al vacío como “órganos mi dolor sin instrumento”, que nadie le
toleraría a Góngora, o toscamente amoblados como “por los altos andamios de las
flores”. Quién sabe si a otro poeta le perdonarían los críticos esto: “mi
corazón, ya terciopelo ajado / llama a un campo de almendras espumosas / tu
avariciosa voz de enamorado”. Y sin embargo lo cantamos a voz en cuello y al
borde del llanto a la hora de evocar a los amigos perdidos.
Porque quizás un poema no es bueno
sólo cuando es bueno, sino también cuando se hace necesario. Y puede hacerlo
necesario la costumbre, el dolor, la sensación de algo perdido, el hecho de que
le gustara a alguien, la casualidad que lo unió a nuestra vida. Puede ser, como
también dijo Shakespeare, “el perfume y el deleite de un minuto, nada más”.
Para mayor gloria de Julio Flórez y de Juan de Dios Peza.
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La utilidad de la luna
Texto completo de la ponencia sobre
cultura y lectura presentada por el escritor colombiano ante los académicos de
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del idioma
Por: William Ospina
Especial para El Espectador, 24 OCT
2013 - 10:00 PM
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..." Por Julio César Londoño.
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