viernes, 26 de septiembre de 2014

ELOGIO DE LA POESÍA. Por Juan Manuel Roca. Palabras Doctorado Honoris Causa

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En su 2a. etapa, provisional,
publican y difunden 
NTC … Nos Topamos Con 

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ELOGIO DE LA POESÍA
Juan Manuel Roca
Texto presentado y leído en la ceremonia de entrega del 
Doctorado Honoris Causa, 
por la Universidad Nacional de Colombia. 
Bogotá, septiembre 25, 2014


Para Juan Manuel Roca Alfredo Molano *,
 nuestros reconocimientos y admiración por el Doctorado*.  

Juan Manuel Roca, Doctor Honoris Causa, Universidad Nacional de Colombia.
Tomada de: https://losimportunos.wordpress.com/2014/09/28/elogio-de-la-poesia/

Mi generación ha oído y recibido más nombres que una pila bautismal. Para seguir en el juego nominal, que parece el de las muñecas rusas que tienen adentro otras que a su vez contienen una más, he propuesto para ella el nombre de Poetas del inxilio, en razón de que sus obras aparecen y se consolidan en los años de mayor desplazamiento en Colombia.
El inxilio es una suerte de exilio interior, un despojo de núcleos humanos, de familias desplazadas a las que les han usurpado sus tierras. Quienes padecen el drama del exilio interior saben que muchos de estos generadores de expulsión -paramilitarismo, guerrilla, violencia estatal y paraestatal-, han sido atrapados por el negocio de la guerra y por los políticos venales.
También la poesía ha sido desplazada de los medios impresos con contadas excepciones y, más aún, de los grandes sellos editoriales. Así que inxiliada en su propia búsqueda, esta generación sabe que el desplazamiento humano es el mayor drama colombiano actual.
El inxilio quizá tenga unos rasgos de enajenación y de expolio peor que el de quienes tienen que exiliarse. Es la pérdida del país dentro del país mismo, tener que habitar en la periferia como un único territorio posible, sentirse ciudadano de ninguna parte, exiliado de sí mismo, pertenecer a un no-lugar.
Colombia es uno de los países con más número de desarraigados en el mundo. En 2013 se señala la cifra de 230 mil personas entre hombres, mujeres y niños obligados a abandonar sus tierras. Mi generación ha asistido de manera dolorosa a ese inmenso desalojo. Y no pocas veces lo registra en sus poemas. Naturalmente, el desplazamiento que da nacimiento al inxilio colectivo no es privativo de estos tiempos y podríamos remontarnos a la violencia de los años cincuenta, pero nunca este drama ha sido más cruento que a partir de los años en los que esta generación se ha venido expresando. No es un capricho. En aras de señalar un período de nuestra historia, el nombre de Poetas del Inxilio podría ser una forma sencilla de recordar  nuestro drama colectivo. Quizá sea cierto lo que afirma el más citado de los poetas argentinos: “la realidad no es verbal”. Pero aún así, creo que hay que nombrar a los desplazados internos una y otra vez, hasta que se acaben la guerra y el desarraigo.                                                
La poesía se mueve en los terrenos de la duda, en algo que avasalla todos los géneros artísticos hasta el punto de poder señalar que donde no hay poesía difícilmente hay arte, desde la plástica y la cinematografía hasta la narrativa y la dramaturgia. Y es que esta anómala forma del pensar que nunca ha debido escindirse de manera radical de la filosofía, parece que más que escribirse, sucede.
He sido cauto a la hora de señalarle un papel mesiánico a la poesía y a pedirle de manera irrestricta una utilidad inmediata. Pero como soy de la creencia de que  es algo más que un género literario, que es más bien una forma de andar por el mundo, de respirar al unísono con los demás, me resulta impensable que no atendamos aún sin un “deber ser” programático a nuestra historia, que en nuestro caso está atravesada por una suma interminable de violencias. Por un absurdo temor a la ambigüedad, a las verdades que no pertenecen al orden de lo inmediatamente comprobable, por la falta de rigor científico y otros aparatos del concepto lógico, algunos le enrostran a la poesía una falta de tratos con la realidad en otra forma de violencia cultural, de imposición. Creo, con Raúl Gustavo Aguirre, que “lo inexpresable también forma parte de la realidad del hombre”.
Aimé Césaire, un poeta que se sentía torturado y humillado en cada hombre o mujer torturados o humillados, se asumía como víctima pensando que somos parte los unos de los otros y que no vivimos en un mundo abstracto, enajenados de la realidad.  Es poco probable que haya un pensamiento de orden filosófico que no se pregunte por lo que nos sucede en los demás, en sus alegrías y desvelos. Lo mismo ocurre con la más alta poesía.
Pensar que hay miles de estrellas muertas en el cielo que nos siguen alumbrando conduce a pensar en los cientos de poetas muertos que aún nos siguen, de la misma manera, alumbrando.
La sola imaginación es subversiva y casi sin premeditación se vuelve una suerte de resistencia espiritual. Ahora, es bien sabido, como decía César Fernández Moreno, que como no se ha podido poetizar la política se ha politizado la poética. Y hay ejemplos de grandes poetas que se manifiestan políticamente en sus versos sin perder de vista su alto rigor estético, como René Char, César Vallejo, Yannis Ritsos, Carl Sandburg, Osip Maldestam, Vladimir Holan, Anna Ajmátova, Nelly Sachs, Bertolt Brecht, Paul Celan y tantos otros que no cabrían en esta página. Si hago este breve listado, es solo porque generalemente y de manera maliciosa, desde la orilla de los manieristas sólo se recuerda a los malos poetas políticos, que también son legión, y de esa forma despachan y rehuyen el asunto de una necesaria impureza lírica que también hace parte de la vida.
En cuanto al poder transformador de la palabra, el mejor ejemplo lo encontré en una cárcel de Chile, donde un preso me expresó el más alto elogio de la poesía que haya escuchado.  Allí, en un lugar que parece negar de entrada la libertad, me contó que todas las noches se escapaba de su celda y saltaba los cuatro muros cardinales mientras leía los poemas místicos de San Juan de la Cruz.
A lo mejor podría haber sido otro poeta el que leyera,  pero el efecto de transformación del ánimo y por tanto de la realidad, podrían haber sido los mismos. El reo chileno me hizo dudar de algo que siempre he afirmado en contra de los mesianismos, aquello de que intentar cambiar la realidad con poesía es como intentar descarrilar un tren atravesándole una rosa en la carrilera. Una condena al fracaso. El hombre enjaulado volaba encima de los muros sin que le aplicaran la ley de fuga, gracias a la voz de un remoto poeta.
Y vuelvo al territorio de la duda. En poesía una verdad mal dicha fácilmente se vuelve mentira mientras que una ficción bien lograda puede volverse para siempre verdadera, como Hamlet, Sherezada o Moby Dick, y digna como ese personaje del coronel que no tenía quien le escribiera y que no usaba sombrero para no tener que quitárselo ante nadie, según la magnífica novela de García Márquez. No le basta con las verdades fácilmente compartibles y arrulladoras, pues al igual que la filosofía su territorio de exploración natural está en la duda. La poesía se pregunta cómo andar al mismo tiempo en dos orillas de la realidad, en medio de lo que Simone Weil llama “una comunidad ciega”, una aturdida comunidad dividida entre la realidad y el deseo.
A cada rato, cuando se habla de la utilidad de la poesía en un medio de naturaleza violenta como el nuestro, se acude una y otra vez a una pregunta del romántico alemán: “¿para qué la poesía en tiempos de penuria?” Creo que es mejor cambiar, invertir la pregunta y decir ¿para qué la poesía en tiempos que no sean de penuria? ¿Como simple adorno? ¿Como manierismo? ¿Como un mero esteticismo? De ser cierto que la poesía no tiene sentido en tiempos de penuria nunca se habría escrito, pues todos los tiempos del hombre han sido de penuria.
Un aparente escollo para la poesía tiene que ver con la crisis de la palabra, en particular por su constante manoseo. La palabra es la primera baja en una crisis social: para qué el vocablo pan si no remplaza al pan, para que la palabra libertad si tantas veces está en los labios de los carceleros. Sin embargo esto, antes de crearle un desaliento obliga al poeta a buscar la palabra justa en el inmenso pajar del lenguaje y a habitar de nuevo las palabras que el mal uso han ido volviendo huecas, calcáreas. Es paradójico, hasta la libertad en el poema resulta tantas veces contradictoria por el hecho mismo de querer fijarla en palabras. Como es paradójico que estando la poesía construída con vocablos aspire al silencio.                                                                 
La poesía, y tomo acá su nombre de manera genérica para toda creación artística, como un epicentro de todas las artes, parece recordarnos que resulta tan precaria, tan irriosoria la llamada realidad  (y “realidad” es una palabra que al decir de Vladimir Nabokov siempre debería ir entre comillas) que a cada momento tenemos que inventarla. Esto hace que la poesía no sea tan lejana de la ciencia, no obstante sus búsquedas se den en diferentes estadios del pensar, en diferentes gabinetes de la imaginación. (Aldo Pellegrini, dixit).                                                                          
Lo que hace más rica y diversa a la poesía escrita es que las verdades estéticas que se agolpan en la interpretación de la lírica nunca han podido, a pesar de credos y de manifiestos cerrados, del aluvión interpretativo, imponer un sentido único a la expresión creadora. Que no tenga nunca el rango de fórmula matemática, sino que el sentido de lo impersonal y de lo abierto la visiten, hace que la poesía resida más allá del poema, aún en los linderos del lenguaje, en los bordes de la palabra que se calla.                        
Previene René Menard sobre “dos clases de poetas sin porvenir: los que protestan por el Paraíso Perdido y los que prometen una Edad de Oro. Los primeros lisonjean sueños que el hombre persigue desde su madurez; los segundos seducen hasta el momento en que demuestran su espíritu de tiranía”. Habla el mismo Menard de “los poetas ideólogos” para quienes “el fanatismo o la esterilidad son su refugio”. La poesía es algo más que un catálogo de ideas. Los francotiradores del inmediatismo político veían mal a Rubén Darío porque cruzaba en medio de gallineros en Managua pero los imaginaba cisnes, veía indígenas chorotegas sin dientes pero creía que eran princesas de una corte de Versalles, con lo cual también condenarían a cualquier caballero de triste figura capaz de trocar, como todo gran poeta, molinos en gigantes, mujeres de espléndida fealdad en arquetipos de belleza. “La verdadera poesía no consuela de nada”, decía René Menard.                                                                                                                                                                                                                                                                               
Aunque el poeta sabe que, más temprano que tarde, será como todos los hombres victimizado por la realidad, le opone la palabra al nombrarla, tiene clara conciencia de que pastorear lo real, domesticar lo real para sumergirse en zonas de significado mitológico, es una función devoradora. Ese “cambiar la vida”, la vieja divisa de Rimbaud, cada vez parece asistirlo menos. Pero es su aspiración el encuentro con la esencia, la búsqueda de una ética ligada a la belleza superior lo que lo pone en contacto con la eterna fugacidad, con lo que huye llevando en sí jirones de otras realidades más complejas. Realidades que, al cambio feroz de los días y aún de los milenios, exigen particularmente unos nuevos tratos con el lenguaje.                                                                                             
La poesía se parece, en su calidad invasora, a la araña que sube por la escoba que la barre: pone un contrapunto a la razón. Y es en esa satanización de lo poético en aras de la realidad que pregonan los tiempos y que pregonan las sociedades hipnotizadas por el miedo a pensar, donde -de nuevo la araña trepa a la escoba- le queda a la poesía su antigua y renovada condición de resistencia. De ese centro brota el hombre negado a la clonación o al autismo. Es ahí, en el reino paradojal, donde la poesía expulsada de la República de Platón, que en nuestro caso podría ser la República de Plutón, tiene un reino de individuos insumisos.                                                                                                                                                                                                 
Ser poeta en un país salvaje es elegir una larga cuarentena, guardar como un talismán la palabra más breve y, por momentos, la más bella. Esa que en Colombia parece olvidada, la rotunda voz que casi nadie dice, que casi nadie oye, las dos letras que conforman la palabra no.
Nunca antes la poesía y el poeta -y no hablo desde la ideología- tiene mayores estímulos para diferenciarse del país que no desea suyo. No es un deber ser, no es algo programático, pero qué necesario es enfatizar la distancia frente al crimen, no tanto por sentirnos más buenos como por sentirnos lejos de los pases hipnóticos de la muerte espiritual y del gregarismo tribal frente a la nada.                                              
Libertad y poesía son dos palabras siamesas: la una conduce a la otra y difícilmente se pueden separar para que tengan vidas escindidas. A no ser que al enunciarse se trate de una falsa libertad, como la que está casi siempre en labios de carceleros y liberticidas, de una parte, y de la impostación poética, de otra.
Esas dos palabras, esos dos conceptos por los cuales han corrido verdaderos mares de tinta, me parece que han sido muy bien definidos por una dupla de escritores de talantes afines y de percepciones cercanas al anarquismo. Albert Camus, que decía que la libertad es el derecho a no mentir, y Henri David Thoreau, quien afirmaba que la poesía es la salud del lenguaje.
Lo contrario, la servidumbre intelectual del poeta y la docilidad del ciudadano, no es otra cosa que la práctica de una voraz autofagia, una forma de devorarse a sí mismo. Es la muerte del que disiente, el destierro del outsider, el exilio del fuera de lugar o del perpetuo insatisfecho. En realidad, más que en un exilio, el outsider vive ahora su  periferia, el convertirse en extranjero en su propia tierra, muchas veces hasta el extremo de verse arrinconado en los límites del lenguaje. Todo por saber que la poesía puede llegar a convertirse en un territorio autónomo, algo así como la banda sonora de la desobediencia. Por supuesto que ejercer ese derecho a no mentir es castigado de una y mil maneras por bedeles y comisarios.
La idea orwelliana de que “si la libertad significa algo es el derecho a decir a los demás lo que no quieren oir”, en sociedades ensimismadas por el  unanimismo conduce hasta al extremo de poner en riesgo la vida del ejercitante. Del que se atreve a decir, a pesar de todo, lo indecible.
Cuando John Donne afirma que nadie puede dormir en la carreta que lo conduce de la cárcel al patíbulo, podría estar hablando también del poeta. El poeta es el que canta en medio de las encrucijadas, el insomne frente al destino colectivo que no obstante hace del sueño su irremplazable alimento. A lo largo de mi vida de escribano no he intentado otra cosa que ejercer la libertad y con ella la independencia. Libertad de culto, de ideología, de fortuna, de banderas y esteticismos. La libertad de ejercer la imaginación sin pagar aduanas, sin el soberano permiso de nadie.
Soy de la idea de que mientras persista la imaginación, la capacidad de fabular más allá de la espesa nata de la uniformidad y el gregarismo, mientras la poesía sea arena y no aceite en las maquinarias ideológicas y cerradas de un mundo sin matices, el hastío, el miedo y la miseria, ese trípode en el que se monta la visión del mundo actual, no extenderá del todo su aire espeso, el agujero negro de la satisfacción y el aturdimiento colectivo que tanto exaltan los tartufos.
Creo en los poetas de la intemperie, en los que no sufren la claustrofobia de su mundo intimista, en los que tienen al mismo tiempo que muchas reflexiones y lecturas, un tramado de calles, de retículas y trazados por los que transitan los hombres.
Que la poesía es una religión sin feligreses se nos repite a cada tanto en los medios y en los bufetes, invocando la inutilidad y llamando al desaliento, y tras manifestarlo corren a reunirse y a hablar en el esperanto de la tontería y los lugares comunes, en una religión cuyo único dios tiránico es el embotamiento de los sentidos, la pérdida irreparable del sentido de la individualidad creativa y la aventura.
Quisiera repetir con René Char que “en todas nuestras comidas en común invitamos a la libertad a sentarse”. Y agregar en consenso con el poeta  que “el lugar permanece vacío pero el cubierto está puesto”. A esto conduce la mejor poesía.
Para Alfredo Molano   
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LA RESOLUCIÓN 042 de 2014. Acta 09 del 19 de Agosto.


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La Resolución en una sola página
Editó: NTC ... 

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*  VAYA, MIRE Y ME CUENTA. Por Alfredo Molano. Palabras Doctorado Honoris Causa


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*** 25 de septiembre, 2014, Bogotá, 5:00 y 8:00 PM 


 Maestros Alfredo Molano y Juan Manuel Roca, Doctores Honoris Causa de la Universidad Nacional de Colombia ( 1 ). 

La ceremonia de entrega de los doctorados se realizará el jueves 25 de septiembre a las 5 P.M. 
en el Auditorio León de Greiff

Cena de homenaje. La presentación del homenaje la hará el poeta, ensayista y librero Guillermo Martínez González. Concierto de boleros y tangos: Julián Guerrero y su Compas de tangoInvita: Restaurante Casa de Citas. Reservas: 286 6944 - 315 212 5733.  Carrera 3 No. 12b-35 - La Candelaria,  Centro Histórico y Cultural, casadecitasrestaurante@gmail.com www.casadecitas.co     / NTC ... expresa su reconocimientos y admiración para ambos.  // Complemento (Sept. 23, 2014)  Juan Manuel Roca. La imagen del que pregunta. TRES TEXTOS SOBRE JUAN MANUEL ROCA Por Gabriel Arturo Castro. La Otra Gaceta (Mx) 90-septiembre 2014: http://www.laotrarevista.com/2014/09/juan-manuel-roca-la-imagen-del-que-pregunta/
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SE INVITA A UNA CENA
Omar Ortiz
El TABLOIDE, Tulúa, Septiembre 25, 2012. http://www.eltabloide.com.co/
Este jueves 25 de septiembre el auditorio León de Greiff de la Universidad Nacional fue el escenario en que dos de nuestros escritores más queridos recibieron del rector de dicho centro de estudio un Doctorado Honoris Causa con el que el Alma Mater de los colombianos reconoció, en uno, sus aportes a la sociología a través de sus libros testimoniales, sus crónicas periodísticas, su permanente deambular por un país que todos los que lo usufructúan se niegan a conocer y en el otro, su lectura y recreación desde la geografía de las palabras de una realidad agobiante y muchas veces siniestra. Ellos son, Alfredo Molano y Juan Manuel Roca.


Si bien, me alegra que Roca siga recibiendo merecidos homenajes a su, de por sí, importante obra como hombre de letras, recordemos que  la Universidad del Valle  ya lo hizo doctor por sus meritos literarios en 1997, es la distinción que otorga la Nacho a Molano la que considero remedia el gran olvido que hasta ahora dicha universidad  cometía con el riguroso trabajo de este investigador social que agrega a su disciplina sociológica un manejo cuidadoso y sugestivo del lenguaje que permite hacer del resultado de sus pesquisas no un arrume de letra muerta propia de aburridos académicos de todos los pelambres, sino un trabajo de cronista que informa, desde sus experiencias de campo, de las diversas maneras con las que se ejerce la exclusión, la  arbitrariedad y todas las formas de violencia sobre la mayoría de la población colombiana. Es bueno anotar que Molano es egresado de la Nacional donde se recibió como licenciado en sociología en 1971.
Alfredo Molano, desde “Los años del tropel” (1985) que da cuenta de la violencia política de los cincuenta, sobre todo en el Valle del Cauca, hasta su más reciente trabajo publicado “Dignidad campesina entre la realidad y la esperanza” (2013), donde reafirma la necesidad de una reforma agraria integral y un proyecto viable de seguridad alimentaria, ha venido documentando una  historia nacional de la infamia que al momento de pensar a Colombia debes ser recogida por quienes miran estos trabajos como mera literatura solo por no estar repletos de citas librescas y sí llenos de la amarga experiencia de vida de miles de anónimos compatriotas.
Una vez cumplida la ceremonia Carlos González en “Casa de Citas” ofreció una cena a la que León Gil parodiando un bello poema de Juan Manuel invitó así: “Los doctores Juan Manuel Roca y Alfredo Molano, invitan a una cena”. Desde la amistad los acompañamos y bridamos por ellos.
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UN PAÍS SECRETO
Por Guillermo Martínez González
                                      Bogotá, D.C. 25 de septiembre de 2014
Texto presentado y leído por el autor
en el “Cena de homenaje” en Restaurante Casa de Citas.

Decir algo, hablar de manera esencial sobre los dos personajes, los dos maestros, Alfredo Molano y Juan Manuel Roca, que nos acompañan en esta noche en la que celebramos el Doctorado Honoris Causa que acaba de concederles la Universidad Nacional, nos lleva necesariamente  a pensar sobre este país o, mejor,  en el país que revelan. Un país secreto, del otro lado, marginal y periférico. Una nación compleja, conflictiva, cruzada de norte a sur por las guerras y la violencia. Un país diverso, plural, constituido  por varias voces, varias culturas, diversas regiones alumbradas por el mestizaje. Un país que sobrevive en medio de la precariedad de una institucionalidad sustentada en la exclusión, en una clase dirigente ciega y egoísta, incapaz de diseñar una sociedad democrática, menos formal y más real. Un país escindido, que vive en mundos separados y con códigos propios, ante un Estado inoperante y arbitrario, que ante el fracaso cohesionador de algunos de sus símbolos y valores, que casi siempre  colapsan en el vacío, el despojo y la farsa, opta por la injusticia y la demagogia.
Al respecto, no es casual que varios de los textos de Molano y Roca, arranquen del fenómeno de la violencia, de la violencia que tiene su momento más detonante y devastador con el asesinato del líder popular Jorge Eliecer Gaitán, en abril de 1948. Más de trescientos mil muertos, bandas organizadas de grupos armados que hostigaron y desalojaron a miles de campesinos obligados a emigrar a las ciudades o a constituirse en grupos para defenderse monte adentro; el exterminio de los campos y las poblaciones, la ineficacia de los estamentos  para resolver el conflicto civil, marcan un momento de crisis profunda de la institucionalidad, de los valores tradicionales del pueblo colombiano. Ponen en vilo a una organización social absurdamente jerarquizada por los privilegios de una minoría, señalan los desequilibrios de un régimen autocrático, evidencian los desajustes sociales de un pueblo desprovisto de opciones reales, condenado al atraso y la barbarie.
Las historias de los libros de Alfredo Molano son pavorosas, desoladoras. Extraídas desde el fondo de una realidad contaminada por la guerra,  el narcotráfico, la sobrevivencia y el rebusque. Un mundo,  intenso, amenazador y movedizo, donde el que no vive en estado de alerta se lo lleva el diablo. Un mundo de los límites, en zonas olvidadas o abandonadas, regadas por la sangre y las balaceras de los ejércitos de los paramilitares y la guerrilla, en una lucha sin cuartel por el control territorial y de los cultivos de coca. Una realidad del día a día, en el que sus habitantes construyen sus vidas, sus sueños, sus peculiares comportamientos, guiados por los sigilos del acoso y el cansancio,  por los peligros del crimen al acecho, donde el bien y el mal se confunden, los verdugos y las víctimas se entrecruzan, los conflictos se resuelven a la brava y con valores ajenos a cualquier código civilizado. Una zona de nadie, que Molano ha reconstruido a partir de minuciosos recorridos de campo, elaborados relatos captados en los centros ígneos y que merced a una pericia para fundir la denuncia y lo literario, lo testimonial y la invención, se definen como unas crónicas espléndidas y sobrecogedoras, que al explorar en las cotidianidades turbulentas de sus protagonistas, registran desde varios planos, el drama, el ingenio, los recursos inverosímiles, la dura sabiduría de una ingente población para sobreaguar en el desastre.
Pocos poetas de las últimas generaciones, como Juan Manuel Roca, han asumido la actitud de sondear desde la imagen y lo onírico, un país que se confunde con la pesadilla y el desahucio, un país provisorio y desgarrado. Su insistencia en la noche, en las peripecias al borde de paisajes erizados por la violencia y el miedo, dan cuenta, entre otros sentidos, de un mundo en el abismo, unos habitantes suspendidos en la cuerda floja de la vida. Con virulencia y deslumbramiento, con un rumor de aldea que se mezcla con el aire fétido de la urbe, la poesía de Roca señala la lírica y el escarnio, la celebración y el epitafio, nos habla del asombro en medio de la guerra, señala los estigmas de una sociedad llagada por las carencias, el desasosiego de las incertidumbres.  Delirio de la poesía y poesía del delirio,  cree en la tradición mágica del hecho poético: él es el asalto del instante, el asombro que nos abre las puertas de lo sagrado, del ritmo del cosmos y la suspensión del tiempo. Juego soberano, la poesía es pasión por el riesgo, por la transgresión y lo desconocido.
Ya lo he dicho en otra oportunidad: Roca está convencido de que el poeta no puede ser pasivo en la sociedad y su empeño fundamental es el de modificar el mundo, la época de escarnio que nos toca vivir. Pero no aspira a hacer sociologismos, su poesía habla al corazón y a la inteligencia de los hombres. Su poesía es convocadora de la sublevación, pero también resonancia de las experiencias esenciales y los motivos de la lírica de todos los tiempos.
No es otro el propósito de esta nota de presentación que sólo rendir un tributo de afecto y admiración, a los amigos aquí laureados. Por eso, para terminar pido un aplauso para Juan Manuel Roca y Alfredo Molano, por sus merecidos doctorados.

                                                                       Guillermo Martínez González

                                      Bogotá, D.C. 25 de septiembre de 2014
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En su 2a. etapa, provisional,
publican y difunden 
NTC … Nos Topamos Con 

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