En su 2a. etapa, provisional,
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FERNANDO CHARRY LARA,
LAS NOCHES DEL INSOMNE
JUAN MANUEL ROCA
Hace diez años de la muerte del poeta y ensayista
colombiano.
Texto escrito para el libro “Galería de Espejos” (2012) * en su memoria.
Nacido en Bogotá en 1920, murió en Washington en 2004.
Texto escrito para el libro “Galería de Espejos” (2012) * en su memoria.
Nacido en Bogotá en 1920, murió en Washington en 2004.
De Fernando
Charry Lara no me dan ganas de hablar
como si se tratara de un muerto, porque a cada rato se me aparece en la memoria
a contarme una historia, a hablarme de un poeta, a impartir sin pedanterías sus
conocimientos de la lírica de todos los tiempos.
Creo
que en el país no hay un lector de poesía más atento, más reflexivo y obsesivo
que él, lo cual lo lleva a cada tanto a desembocar en la escritura de un ensayo
de gran lucidez, o en un agudo comentario de sobriedad y precisión.
Ahora, si hablamos de sus poemas y si como lo dice el adagio popular,
“el silencio es elocuente”, nadie más elocuente en la poesía que Charry Lara.
Hablo, por supuesto, de la falta de énfasis, de un callado transcurrir que
tiene el poeta en medio de sus imágenes y de sus sencillas palabras. Resulta
admirable que casi parezca pedir excusas por escribir —de tan lejano como es a
toda gloria y a toda vanidad—, y pida
excusas por tener la presunción que tiene todo artista de agregar o modificar
en algo, aunque sea medianamente, la percepción de ese asunto grave que
llamamos el mundo. La suya es una lección de discreción solo comparable a la de
Aurelio Arturo.
A este poeta no le gustan los reflectores, no lo halaga ser aplaudido
o llamado a la escena con megáfonos. Lo suyo es la penumbra, como lo es toda su
poesía que parece tocada de nieblas y fantasmas, entre quienes enfila sus pasos
sonámbulos.
Acá lo veo cruzar, enfundado en su elegante pero trajinada gabardina;
nunca ha faltado el burlón que dice que Charry Lara se pasó a vivir a esa
prenda tan propia de los bogotanos de otros tiempos. Pero él ni se inmuta por
los cambios veleidosos de la ciudad ni de sus habitantes: se ajusta su boina
vasca y con su sonrisa ladeada y maliciosa pasa las calles de prisa, casi a la
carrera, aunque en realidad vaya, como algunos de los trenes de su poesía, sin
un destino muy claro.
Acá está Fernando Charry Lara. Hace años, en 1948, el poeta español
Vicente Aleixandre decía que aun viviendo “a millares de kilómetros de donde él
reside”, pasaba noches con nuestro poeta, sin haberlo visto nunca, bajo el
cielo común de la poesía. Bajo ese cielo común de la poesía, agregaría mi
intromisión, y bajo el cielo común de una lengua que en este lado del mar se ha
renovado desde la poesía.
Acá está Fernando Charry Lara, alguien que nos ha enseñado a ver, a
palpar, a entender la poesía. Más la de otros poetas que la suya propia, de
nuevo en un ejercicio discreto y sin el más mínimo alarde de autocelebración.
Personalmente, los ritmos, las atmósferas de su palabra tenue y
melódica me han acompañado en medio de un país secreto, en medio también de su
cruenta realidad. La suya es una poesía que invita a refugiarnos en el sueño,
pero más como afirmación de la belleza que como forma de evasión; como si la
belleza fuera lo que sobrevive a la infamia. Por eso mismo, como lo recuerda
Rafael Gutiérrez Girardot, Charry “excluyó toda retórica: la patriótica, la de
la muerte, la de la nada, la de los himnos y los lamentos. Excluyó también el
brillo y la pirotecnia, sea la de tipo nerudiano o coloquial”.
Acá está Fernando Charry Lara. Ha viajado desde el “subterráneo final
de los trenes sin nadie”, desde “la ciudad de los adioses”, como un pasajero de
los días y, sobre todo, de las noches, para dejarnos su voz nocturna y sutil,
su paso sonámbulo por un mundo sin orillas. De las virtudes de su poesía se han
dicho, una y otra vez, que el poeta se mueve entre una música llevada al verso
que parece apenas susurrada. El crítico Daniel Arango hace un buen cuadro de su
lírica: “Por sus versos cruzan lentas mujeres, el viento mueve las hojas en la
alta noche y el paisaje asoma apenas en la lejanía”.
Fugitivas siluetas escritas
en el agua lo habitan mientras busca con cuidado y exactitud su lenguaje, a
pesar de su propia vaguedad. Todo cruza en su poesía como en su poema
“Viajero”, como si en realidad viajara más en sí mismo, en su pellejo, que en
un tren. Es la mirada de quien habita las cosas fugaces, los espejismos donde
el amor y el sueño transitan hacia el reino de nadie. Ese poema es un
territorio del lenguaje, donde la soledad es acompañada de roces y de pálpitos,
de una sucesión de momentos que, como la vida misma, viajan de la nada hacia la
nada:
La extrañeza del lugar aunque
Lo imaginaba. Lo interminable del instante
Y lo áspero. Un comedor vasto como el hastío.
Mas aquí, en reposo,
El mudo mantel, el amanecer,
Junto a la sombra
De los recuerdos en el rostro.
Obstinada la hora
Le encierra, solitario, y al hermano
Que llora bajo sus pensamientos.
Un sitio siempre ajeno como el amor, un lento salón
Que a los fantasmas del viaje, en bandadas,
Aparece de súbito con lámparas y memorias.
Conversaciones, alas, palabras apenas
Rumor en torno. Una cucharada
A los labios con un remordimiento
Y sobre la mesa, inmóvil, desconocida,
La desolada blancura de sus manos.
Quisiera despertar de entre los muertos
Mientras la hora sórdidamente huye
Lo piensa mientras a su alrededor
La mosca del sueño, el periódico,
El volumen ardiente de una falda,
No importa
Qué cuerpos o miradas, la tenaz
Ola de melancolía también
Les llega.
Y en procesiones nocturnas
Los huéspedes no duermen sino avanzan
Con equipajes, entre espejos y blancos uniformes,
Sonrientes, solos, sonámbulos,
Por carrileras, a pie, enlunados,
Al subterráneo final de los trenes sin nadie.
Es como si el poeta escribiera o dibujara sueños, o entreabriera su
puerta a una realidad escondida. Aurelio Arturo alguna ve afirmaba de quien
fuera su amigo, que “no podemos leer sus versos sin que nuestra sensibilidad se
despierte en un choque de emociones, sin que el sueño inmemorial de la belleza
humanizada nos conturbe”.
Rara paradoja que una
poesía escrita con y desde el sueño, con y desde un estado sonámbulo, nos
despierte.
Hablando de ese aspecto cercano a las teorías surrealistas, de los puentes
tendidos entre el sueño y la vigilia, Charry
nos recordó en Caracas, al poeta Jotamario Arbeláez y a mí, una
afirmación que él compartía plenamente con León-Paul Fargue: “La poesía es el
único sueño en el que no se debe soñar”.
En esta hora del país bien vale la pena recordar este poema suyo que
atiende a lo social, quizá el más bello y doloroso que se haya escrito en
Colombia a propósito de la violencia:
Llanura de Tuluá
Al borde del camino, los dos
cuerpos
uno junto al otro,
desde lejos parecen amarse.
Un hombre y una muchacha, delgadas
formas cálidas
tendidas en la hierba devorándose.
Estrechamente enlazando sus cinturas
aquellos brazos jóvenes,
se piensa: soñarán entregadas sus dos bocas,
sus silencios, sus manos, sus miradas.
Mas no hay beso, sino el viento,
sino el aire
seco del verano sin movimiento.
Uno junto del otro están caídos,
muertos,
al borde del camino, los dos cuerpos.
Debieron ser esbeltas sus dos sombras
de languidez
adorándose en la tarde.
Y debieron ser terribles sus dos rostros
frente a las
amenazas y los relámpagos.
Son cuerpos que son piedra, que son nada,
son cuerpos de mentira, mutilados,
de su suerte ignorantes, de su muerte,
y ahora, ya de cerca contemplados,
ocasión de voraces negras aves.
Es un cuadro de la violencia sin rostro y sin rastro. No se sabe quién
los mató, por qué los mataron, a qué bando pertenecieron, si es que
pertenecieron a alguno. Se trata de un poema atípico en su obra, uno de los más
intensos poemas de la violencia colombiana, que no hace concesiones al lugar
común y a los torpes ideologismos.
Es curiosa la muerte de Charry ocurrida
en Washington. Al recordar un poema suyo, “Rivera vuelve a Bogotá”, encontramos
coincidencias particulares con la vida y la muerte del autor de La Vorágine . Abogado, como Charry Lara,
José Eustasio Rivera también murió en Estados Unidos. De niño, el padre del
poeta, así lo consigna en el poema mencionado, lo llevó al velorio del
repatriado Rivera, un cadáver que recorrió el río Magdalena y que fue recibido
a lo largo de su trayecto a Bogotá por miles de personas apostadas en sus
orillas. En su poema extraña, puesto en la piel del novelista, que haya muerto
lejos del país y que “el joven cadáver” no hubiera recibido de nuestro gobierno
el apoyo económico para su regreso. Así evoca el poeta esa visión del niño que
fue al sepelio del gran novelista: “Un niño que no ha visto un muerto/ Y lo ve
en un salón entre voces y lámparas/ Un niño que contempla turbado/ Borrosas
nubes/ Eternamente solas por aquella frente/ Es el extraño que ahora/ Cuando
han pasado tantos años/ Trae efímeras al recuerdo estas cosas”.
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